A mi también me atenazó el miedo cuando me quedé sola. Le creí, creí que nadie más me podría querer, que era un monstruo. Pensé que seguiría para siempre sola. No me parecía tan terrible la soledad, era mil veces mejor que estar acompañada por alguien que te hace sentir tan pequeña que piensas que vas a desaparecer. Pero nunca desaparecía, nunca ocurría. Día a día me levantaba y todo seguía allí, yo seguía allí. Sentir que no hay nada en este puto mundo que valga la pena, que te pertenezca, y seguir cada día en él me desconcertaba.
Aun así no lloraba. No tenía ganas de
llorar, para qué, si no le quería mucho antes de que se marchara.
Antes de marcharse me dejó una piedra extraña
en la mesilla, al lado de la cama. La gente hace cosas extrañas, sin sentido
continuamente, pero luego no soportan tus pequeñas rarezas, tus manías. Yo
guardaba piedras de cada lugar que había visitado. Piedras en cajas, en baúles,
en maletas. No sé si la dejó de recuerdo. Cuando se marchó limpié la casa, tiré
sus recuerdos, que ya no significaban nada, yo, que todo lo guardo, sólo sentía
urgencia por limpiar cualquier vestigio de su paso por mi vida. Puse la piedra
con una de sus camisetas y la tiré al contenedor de la ropa, para que luego
revendiesen su recuerdo en cualquier mercadillo a un euro.
Después de que se marchase, dejando la
pecera cerrada para siempre, y la piedra en mi mesilla, conocí a un escritor.
Perfecto, sencillamente perfecto. Escribía al amor. Era romántico, apasionado.
Yo prefería no creer en palabras. Me lo tomaba como un puto juego. Le daba
interés a mi vida, vacía y sin el férreo control de repente. Vivía
convenientemente lejos. Mejor, pensé, así acabará antes de empezar, antes de poder
darme opción a ilusionarme y caer de bruces. Pero él seguía perfecto, siempre
la palabra exacta, siempre verbalizando aquello que yo era incapaz de pensar
con claridad siquiera. Cruzábamos mails, me llamaba a diario. Nunca me pidió
una foto. Y el desinterés me desquiciaba, sinceramente. Joder, no soy tan
horrible, puedo mandar una foto mía, sin recurrir a fotos ajenas o excusas
estúpidas. ¿Por qué coño no me pedía una foto? No necesito verte para saber que
quiero estar contigo. Y sí, me da la risa sólo de escucharlo, suena a
telenovela cutre. Pero entonces me hacía alguna pregunta, como si valorase mis
conocimientos, mis opiniones, o me escuchaba atentamente, y me decía que era
muy inteligente, que tenía un cerebro muy atractivo, que se follaría mi cerebro.
Y claro, yo conocía a los follaalmas, esos que hablan de comunión espiritual
mientras intentan bajarte las bragas, pero lo del cerebro me sorprendió, me
pilló desprevenida.
Y de repente empezó a planear una vida
conmigo. Íbamos a ir a Londres juntos, me iba a hacer de guía. O mejor te llevo
a Austria. ¿A Austria? Claro, tengo familia allí, no tendremos que pagar
alojamiento ni comida, y de paso te los presento. A la mierda todas las alarmas
y defensas. Me empezó a hablar de buscar un trabajo, de mudarme. Y yo, en lugar
de decir que frenase, que aquello no era posible… Me acoplé a su velocidad.
Creí en ese viaje, en una vida juntos. Olvidé que sabía manejar las palabras a
su antojo, que era a eso a lo que se dedicaba, a elegir las palabras, y que
podía convencerme de cualquier cosa. Le creí. Hace falta ser gilipollas. Nunca
creas a nadie que habla de esa forma del amor, jamás. En el colegio deberían
darnos clases de autodefensa emocional, en lugar de tantos conocimientos
inútiles. Hay cosas básicas para la supervivencia que no vienen en ningún
libro, menos en los libros de texto manipulables, donde la historia se
reescribe convenientemente según quien decida los planes de estudio. Somos tan
manejables…
Planeamos vernos, parecía lo más lógico, y
él seguía hablándome de futuro, de niños en parques, de noches llenas de besos.
Nos vimos, al fin. No habíamos hablado de
ello (¡qué romántico, pensé, no me habla de sexo!, mientras mi otra yo pensaba
que no le interesaba lo suficiente como para planteárselo siquiera) pero
follamos.
Después la magia se diluyó. Mi velocidad no
era la adecuada. Mis defectos ya no eran encantadores, mi cerebro nunca fue
maravilloso, supongo.
No me escribió ni una puta
página. Él, que escribía sobre desconocidas en estaciones, no me escribió ni
una maldita línea.
Al final casi tuve que empujarle a que me
dijese que se había enamorado de otra y fin. El puto fin. A ella sí le
escribió. Claro. Lo leía en su blog, lleno de cartas de amor a ella, de
burbujas creadas para ellos dos, aisladas del mundo, lejos de lo que les
pudiese dañar.
Y entonces sí lloré. Lloré tanto que no
podía abrir los ojos. Lloré de desamor, de rabia, de saberme menos que nada. No
culpes a quien te olvida, cúlpate a ti por no conseguir ser inolvidable. Eso
leí una vez. Mierda de sentencia de muerte, mierda de frase. ¿Por qué coño
recuerdo eso y no el nombre de aquel amigo de la facultad que pensé buscar años
después? Memoria selectiva, selectiva negativa.
No volveré a follar jamás. Simplificar. No
valía la pena complicarse por una camiseta gris.
Fingí madurez, cordura, mientras recogía
los pedacitos de las paredes, el techo, el suelo. Alicia decorando el cuarto.
Gaudí hubiese estado orgulloso.
Me alejé, dolida a un rincón, desde el cual
observar su felicidad, para arrancar las costras a las heridas y conseguir que
no curasen jamás. Necesitaba mantener el dolor. No lloraré más. No así.
Necesitaba recordar la sensación de mierda, el dolor, la vulnerabilidad…
Necesitaba recordar que me hirió de muerte, dejando un témpano de hielo donde
solía estar mi corazón. O una puta piedra. Sí, mejor eso, una puta piedra.
Unidad de hospitalización psiquiátrica leo
mientras espero que mi padre salga de una de sus pruebas, y me siento a comer
galletas con cacahuetes en las sillas que hay justo enfrente de la puerta. Todo
parece muy aséptico, muy poco desequilibrado. Un niño se suelta de la mano de
su padre e intenta entrar. Empuja, golpea, mientras su padre esboza un leve “no
hagas eso”. Salta para ver a través del cristal. ¿Sabrá qué es este lugar?
¿Intuirá qué tipo de pacientes hay al pasar esa puerta bien cerrada? No creo
que nadie lo sepa. Nadie sabe con certeza qué hay en cada ser que habita esas
camas. Imagino de repente al pequeño saltando y viendo su yo adulto a través
del cristal. Cualquier niño que se conociese ya de adulto, pensaría que había
enloquecido. Pocos se reconocen en el niño que fueron. Dudo que el niño que
fuimos creyese que estamos muy cuerdos. Se abre la puerta y sale una enfermera,
que al ver al niño golpeando finge apenas una sonrisa. Sus ojos vacíos no
sonríen.
Miro de nuevo el correo en el móvil, como
forma de castigo, por haber sido tan ilusa, por creer que él me contestaría,
por enviarle aquel maldito mail. Nada. Nada. Nada.
Estará demasiado ocupado escribiendo para
ella, arrancándose la piel. O follando con alguna puta que no escriba mails
incoherentes. O… en la bandeja de no deseados, tal vez como nunca le había
escrito no fue a la bandeja de entrada… Serás imbécil. Ilusa, sigues siendo una
ilusa.
“Alicia, deja ya el móvil, te estaba
buscando. ¿Psiquiatría? Alicia, por favor, no te acerques. Tú no… Tú nunca… “,
dice mi padre con la voz ya quebrada y los ojos llenos de lágrimas. Joder,
¿dónde se quedó mi padre? Aquel quirófano, los días en cuidados intensivos,…
¿pueden cambiar tanto a alguien? No, es el miedo, el puto miedo, que nos
machaca, nos condiciona, nos vuelve ridículas sombras de lo que fuimos, de lo
que pudimos ser.
“Joder papá, ni me había
dado cuenta”, miento, y me alejo mientras escucho tras de mi los saltos del
niño, mientras una lejana letanía sin alma le repite “no hagas eso”.
Fin Capítulo 4.
Fin Capítulo 4.
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