hambrientos. Su mano enguantada recorre mi mejilla lentamente, la sutil bofetada brilla en sus ojos. Se me pone dura.
En ese momento suena su móvil. Natalia lo mira aturdida. Frunce el ceño. Se disculpa. Problemas. Y por las arrugas que se le forman en la frente deben de ser muy serios. Deux ex machine. Me despido con un gesto.
(…)
Cuando llego a casa miro mi correo. Tengo dos mensajes nuevos de
remitente desconocido. No necesito abrirlos para saber de quien son. Pero estoy
demasiado cansado para seguir hoy con este juego. Quizás en el siguiente
capítulo. Bajo las persianas, saco un par de cervezas de la nevera y me tumbo
en la cama.
Recuerdo aquella película “Las
Aventuras Del Joven Sherlock Holmes”, aunque en España el título era: “El secreto de la pirámide” Recuerdo esa
escena donde todos estos jóvenes burgueses hablan con petulancia sobre sus
futuros trabajos, extraña carrera de egos directamente proporcional al sueldo
percibido, y justo cuando le preguntan a Sherlock este ve pasar por la ventana
a su amada y responde sin pensar: “No
quiero vivir solo” Una frase que puede parecer huera, pero que puede servir
de catalizador para otro tipo de reflexiones. Así es la infancia,
sobrevalorada, pequeños juegos de la mente en los que uno huye hacía
atrás/nostalgia o hacía adelante/procrastinación. Como el Extranjero de Camus
en su celda.
¿Es la literatura una ilusión estúpida de trascender el tiempo? Como
ese niño que despista a los obreros y deja la huella de su mano en el cemento
fresco… ¿somos así, como los amantes de la película “Quiéreme si te atreves”? ¿Intentamos romper de esa forma nuestra
piel y grabar una huella en el cemento cerebral ajeno?
Escribir a fin de cuentas es como jugar al ajedrez: tiempo y
dedicación, buscar la palabra/jugada adecuada, un plan de acción, derrotar el
espejo de indolencia que nos sugiere con su pútrido aliento la salida más fácil
para continuar. Pero el jaque mate no se elude con el talento, esa suma de
esfuerzos artificiales.
(…)
Me despierto con ansiedad. No suelo recordar mis sueños, pero este,
joder, este ha tomado una forma pesadillesca demasiado real. La nausea me
obliga a eludir estas cuestiones y ser más prosaico. Voy al baño y vomito.
Cuando termino vuelvo a la habitación. Mierda. Ya son las cinco de la tarde. En
una hora tengo que volver al trabajo. No tengo nada que comer. Tampoco
demasiada hambre. Voy a la nevera y cojo otra cerveza. Me tendré que mantener
con esto. Leo un rato las noticias por internet. Han encontrado a un niño
muerto en un cementerio de Valencia. Joder. Los detalles son inquietantes. El
mundo está podrido. Me ducho. Me cambio de ropa. Voy al trabajo.
Trabajo de teleoperador. Es un trabajo infame, y cada vez más
complicado resistir los avances insistentes de la locura durante la jornada.
Tienes que atender a cada cliente en menos de dos minutos. Los gerentes
mantienen los ojos fijos en la pantalla hasta que reluce el color rojo de
alguna extensión y entonces nos llaman con una voz preocupada e histérica: “¿Qué ocurre?”
Cuando me sucede a mí tengo ganas de explicar que suceden muchas
cosas: con él, conmigo, con el cliente, con Corea Del Norte, con Rajoy, con los
escraches, con todas esas palabras que se olvidan y que no vuelves a leer en
ningún libro, con el sonido que hace las neuronas al morir, con la relación
entre despidos y capacidad para caer bien y sonreír a los jefes. Puto teatrillo
de preguntas retóricas. Tienes ganas de contestar: “Mis disculpas gran hermano, tengo a una
persona mayor incapaz de utilizar su teléfono móvil con la celeridad que exige
nuestra empresa, incluso me ha llegado a tentar la idea de ayudarle realmente y
sugerirle que cambie de compañía” Pero no, necesito pagar el
alquiler, o sea que utilizo la formula habitual de cucaracha: “Lo siento, me he equivocado, no volverá a suceder” con
el tono de un niño pequeño que se ha meado encima en el colegio.
La subcontrata gana dinero con cada llamada pero no por lo que sucede
durante la misma. Si quisieran que ayudásemos a esos pequeños seres que se
compran móviles por encima de su capacidad cerebral –clientes- nos hubieran facilitado
las herramientas adecuadas. Sin embargo en esta compañía antes de abrir una
incidencia –que es lo único que puede solucionar realmente un problema de
cobertura o internet- obligamos al cliente a llamar una media de cuatro veces
porque le insistimos en que realice una serie de pruebas inútiles que
curiosamente implican apagar el teléfono. En el fondo ni siquiera tenemos un
trabajo real, solo un anacrónico programa informático con una base de datos, y
un argumentario fruto de algún viaje lisérgico.
Hoy han echado a diez compañeros más. Baja productividad. Y con la
nueva reforma laboral y la labor del señor Gallardón demostrando su verdadera
ideología ir a juicio es cada vez más arduo y caro. O sea que las
indemnizaciones han bajado de cuarenta y cuatro días a ocho. La gente está
acojonada. Gente de más de cuarenta años, casados con hijos, divorciados
pasando una pensión, pagando una hipoteca o las tarjetas de crédito. O
simplemente viviendo. Ya se ven de teleoperadores toda la vida, asumiendo esta “profesión”
con templanza. Muchas mujeres encharcan su corazoño con un suelo fijo –todo lo
fijo que pueda ser en España ahora mismo-, sin darse cuenta de lo que un
trabajo tan insidioso puede hacer con un hombre. El adocenamiento de esta
cadena de montaje te convierte en una tuerca, en un tornillo. Sin nombre, solo
un número en un grafico de productividad.
La verdad es que no entiendo como no me han despedido ya, como he
conseguido engañarles hasta ahora de forma tan burda, como hoy, disimulando el
olor a alcohol con un simple chicle de menta. Echo otro trago de la petaca. Ya es
la una de la mañana, hay cuarenta llamadas en espera. Un martes. Dejo en
silencio la siguiente llamada. Todavía me queda una hora de jornada. Una
jornada, metáfora de días, semanas y años grises y llenos de polvo.
Me pongo a pensar en mi compañera china, una de las que han echado
esta semana. Había compartido alguna noche de desenfreno. La echaré de menos.
Me voy al descanso. En el office está una mujer que tiene el turno de mañana
pero que ahora está haciendo horas extra. Coquetea conmigo pero no me atrae en
absoluto. Desde que su última pareja la dejó busca el sexo como placebo de
control y equilibrio. Me fijo un poco más en ella: ha ganado mucho peso desde
la última vez que la vi. Soy un memo superficial. Prefiero a esa chica tan
simpática de mi grupo que siempre está haciendo magdalenas. O incluso a la
loca, una chica que viene solo por las noches y no habla con nadie, se dedica a
gritar a los clientes y a beber red bulls. Ahora entra Virginia. Me cae bien.
Hace un rato me ha atufado con su perfume. Dice que le molesta el olor de la
moqueta, que está hipersensible. Al final me ha confesado que está embarazada.
Y claro, teniendo en cuenta que hace tres meses se quería divorciar de su
marido porque era un machista controlador y celoso, de esos que te minan poco a
poco tu autoestima porque es la única manera que tienen de superar su propio
complejo de inferioridad, me da la impresión de que está metiendo la pata hasta
el fondo.
Todo el mundo dice que podemos cambiar, y hay ciertos rasgos perniciosos
que nos tenemos que esforzar en mitigar. Pero creo que a ciertas edades ya es
demasiado complicado, podemos fingir durante un tiempo debido a pulsiones
externas, pero la inercia de nuestro carácter seguirá siempre ahí. Por eso el
amor debería de ser por encima de todo pura y simple aceptación. Lo demás son
ripios, gestos sin trascendencia, dopamina, oxitocina, soliloquios de carne que
se evaporan tras eyacular. No idealices pequeña idiota, acéptale tal y como es,
en el fondo son las pequeñas miserias y taras las que nos singularizan. Pero
eso sí, no aceptes a quien te castra, porque eso no es amor, es masoquismo
sentimental.
Termina mi jornada. Aleluya. Otra cosa que no puedo comprender es que
mis compañeros sigan hablando del trabajo cuando bajamos las escaleras. Quizás ya
estamos todos “institucionalizados” como en “Cadena perpetua”, esa gran
película basada en un relato de Stephen King. Me estoy despidiendo de todos
ellos cuando suena mi móvil.
Natalia: Necesito que hagas una cosa por mí. Hay una
chica esperando en tu portal, se llama Ana, acógela en tu casa durante unos
días. No te dará ningún problema.
Mario: Pero, ¿quién
es, que sucede?
Natalia: Hace tiempo fue una de mis sumisas… (le
tiembla la voz) Solo será hasta el domingo, para entonces ya habré encontrado
otro sitio. Mario, por favor, eres la única persona en la que puedo confiar.
Mario: (Natalia
suplicando, realmente tiene que estar en una situación muy jodida) ¿Y dices que
está en mi portal esperando? (pausa) Bueno, está bien. Si solo se trata de
pasar unos días en mi casa creo que podré tolerarlo. ¿Tiene algo que ver con la
llamada que recibiste esta mañana?
Natalia: Ahora no puedo contarte nada más. No la dejes
salir de casa.
(Cuelga)
Solo estoy a diez minutos de mi barrio. Cuando llego a mi calle veo a
una mujer apoyada en un coche mirando al suelo. Me pongo a su altura. Es una
chica menuda, pelo corto, negro, debe de ser unos años más joven que yo. Lleva
un impermeable azul desgastado, como sus ojos. No reacciona.
Mario: ¿Eres Ana?
Ella levanta lentamente su cabeza. Parece que le cuesta enfocarme. Al
fin sonríe. Una sonrisa triste, distante.
Mario: Bueno… supongo
que sabes quien soy. Venga, entremos, hace una noche desagradable.
Abro el portal y subimos las escaleras. Miro de soslayo hacía atrás.
Está en estado de shock, ¿qué es lo que le ha sucedido?
Al llegar a mi puerta me percato de que hay un pequeño paquete en el
felpudo. Joder: más sorpresas. Esta envuelto en papel de estraza, no hay
ninguna nota o remitente. No espero a entrar, rasgo el envoltorio. Es una
edición de Alice in Wonderland, con reproducciones de las ilustraciones
originales. Vaya. Tiene pinta de ser valioso. Ana tirita a mi espalda. Ha
debido de coger frío. Entramos. Dejo el libro en el recibidor. Le enseño la
habitación.
Mario: Si necesitas
cualquier cosa mi habitación es la que está al fondo del pasillo, junto al
baño, ¿de acuerdo?
Creo que ni siquiera me ha escuchado. Joder. Bueno, para mí ya es
suficiente por hoy. Me voy a mi cuarto, apago la luz y me tumbo en la cama sin
desvestirme. Me duermo a los pocos
minutos ajeno a todo.
Fin del capítulo 5.
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