(…)
Ana está realmente jodida. No habla. No come. Se queda ensimismada
mirando su propio reflejo en el vacío. He de reconocer que me fascina
sutilmente esa decadencia femenina al estilo Marla Sinclair. Se tumba en la
cama y mira al techo. Casi desde aquí puedo percibir sus grietas, como se va
desgajando, hundiéndose poco a poco en el colchón hasta desaparecer. Se está consumiendo.
No sé exactamente cómo ha llegado a este estado, quizás una violación, quizás
su pareja confundió BDSM con malos tratos. Quizás tuvo una infancia reducida a
un armario cerrado con llave. Pero no quiero simplificar su dolor eligiendo un
estante, un tópico, una excusa. Podría no ser nada. Podría ser todo. Podría
unirme a ella por pura empatía emocional.
Quizás la solución sea el mar, la inmensidad del mar ante sus ojos, el
espacio. La idea centella en mi cerebro. Bueno, ¿por qué no? Tampoco tengo nada
importante que hacer hasta el domingo. Aparte del trabajo. Llamo allí, les
hablo de un extraño virus estomacal. La pausa es demasiado larga. Quizás no he
mentido con demasiada convicción. En cualquier caso es posible que no tenga que
volver, se están deshaciendo de los indefinidos. Gracias a la nueva reforma
laboral argumentar baja productividad y devolver seis años de trabajo con un
despido procedente sin indemnización es un simple apaño de datos. Supongo que de
cierta forma inconsciente es lo que quiero. Joder. Sí. Quizás tenga vocación de vagabundo.
Nos montamos en el coche. Podríamos ir a Barcelona pero me trae demasiados
jodidos recuerdos. Opto por Valencia, tampoco tardaremos demasiado. Me siento
entusiasmado, siempre me gustaron las road movie, Kerouac echándose al camino
con el sonido del acid jazz de fondo.
Ana sigue callada. Quizás ni siquiera se ha percatado del cambio de
escenario. Está en algún lugar dentro de si misma. Me pongo a hablar por los
dos. Le hablo de mi tío Gabriel, como tenía una minusvalía en un brazo pero que
eso no le impidió sacarse el carnet de conducir. Disfrutaba conduciendo, cuando
era pequeño nos llevaba a mi abuela y a mí por todos los pueblos de la
comunidad de Madrid. Y luego, cuando llegaban las vacaciones de verano, los de
la costa de Alicante. Le encantaba visitar todas las iglesias de esos
pueblecitos, no por un hálito religioso, supongo que le gustaba observar los
detalles de su arquitectura, las figuras de los santos, el presbiterio. Siempre
iba con su sempiterno cigarrillo en la boca. Incluso cuando estaba en la playa
y se metía en el mar.
Llegamos por la tarde. Aparco. Caigo en la cuenta de que podría haber
avisado a esa chica que vive en Valencia, con la que tengo chats subidos de
tono los fines de semana cuando estoy en el trabajo. Pero no me atrevo a dejar
sola a Ana en un hostal. Vamos a una terraza, pedimos algo de comida para
llevar y nos tumbamos en la playa. Comemos en silencio. Está atardeciendo. Hay
algunas parejas. Niños. Abuelos. Turistas. El tiempo pasa. Empieza a refrescar,
la gente comienza a recoger sus cosas. La playa queda poco a poco abandonada.
Ana sigue sin reaccionar. De pronto me atenaza un profundo sentimiento de
desaliento. Estúpido, ¿qué esperaba, una epifanía, que se pusiera a saltar y
hacer castillos de arena? El mar. Joder. En la vida real lo que necesitamos es
Prozac.
Cuando me siento nervioso me da por hablar, como si el silencio fuera
una tumba de espejos. Chorradas sin sentido estilo: “lo de poner la otra mejilla es bueno, sobre todo en los bukkakes”.
Le insisto en que tiene suerte, podría utilizar mi tono autoritario de Amo y
obligarla a sonreír, a que se bañara desnuda. Podríamos tener un idilio antes
de que esta puesta de sol, sosa y poco evocadora desapareciera. O
incluso follar, quizás entonces pudiera romper su hermetismo. Podríamos
convertir cualquier posibilidad en literatura y luego en vida. La gente se
vuelve loca en las ciudades por la falta de libertad, solo saben destruir sus
posibilidades, el tiempo sobrepasa el secreto. Aquí, en la inmensidad del mar, recuperas la perspectiva,
puedes ser cualquier cosa, extranjero, amante suicida, héroe y villano. Puedes hablar con la arena, las nubes, las estrellas muertas,
puedes acompañar a las palmeras en su trémula danza. Ser todo y nada a
la vez. Solo hace falta mirar con atención.
No sirve de nada. Al final decido coger el coche y volver a Madrid
esta misma noche. Pongo algo de música. Suena una canción de Héroes Del Silencio.
Aumento un poco la velocidad. Sigo hablando. Le pongo varías canciones. Sobre
todo del álbum “El espíritu del vino” y también del directo “Parasiempre” ¿escuchas como las
guitarras se te clavan en el cerebro, la voz, el bajo casi escondido, las
letras llenas de sensaciones, drogas, del excelso y bienamado camino del
exceso? Escucharlos me produce una
sensación ambivalente, cuando los vi en concierto en Zaragoza en 2007 las dos o
tres primeras canciones me emocionaron profundamente: estaban tocando en
directo delante de mí después de tantos años; pero luego me sentí ajeno, frío,
como si el hechizo se hubiera roto con la estruendosa realidad, como si ya
fuera demasiado tarde, demasiado mayor, cínico, calculador, con una
desasosegante incapacidad para conmoverme. Y sin embargo hay muchos recuerdos
enterrados en su música. Mujeres que he amado escuchando estas canciones.
Abrazos de borracho entre amigos dejando a la noche afónica con nuestros himnos
prestados. Desconocidos en conciertos que forman hermandad al ver tu camisa de
Héroes. El Saxo en Argüelles. La Alacena en Alcobendas. La Estación Del
Silencio y sus Fiestas Del Pilar en Zaragoza. Salamanca y El Lado Oscuro. La
Rosa Negra, El Heaven de Madrid poniendo Stripped de Rammstein y luego Mar Adentro o Héroe De Leyenda a las cuatro de la mañana. Un tatuaje. Y sigo
hablando. Los kilómetros retroceden con rapidez. Y le hablo de Pink Floyd. Como
conseguí el vinilo doble de The Wall, como me impresionó la película. Como
ahorraba durante dos meses para comprar un nuevo álbum de Queen. Le hablo de
Iron Maiden. Depeche Mode. Chopin. Debussy. Erik Satie. The Doors. Y con cada
nueva canción le describo una parte de mi vida, una chica, un fracaso.
Son las dos de la madrugada cuando conseguimos llegar. Hace una noche
desapacible, fría. Subimos cansinamente las escaleras. Me despido con un gesto
y me voy a mi habitación. Entonces me toca el hombro.
Ana: “Gracias”.
Me quedo paralizado. Tiene una voz extraña, hueca. Lejana. No añade
nada más. Me mira fijamente con esos dos pedazos de hielo sucio, se da la
vuelta y cierra la puerta de su habitación. Yo me quedo un rato ahí, quieto,
tengo la tentación de ir a su habitación, de tirar de ese pequeño hilo que me
ha dejado vislumbrar. No. Ella elige el ritmo. Voy a mi cuarto, apago la luz y
me acuesto. Quizás al final el viaje ha tenido algo de sentido. Quizás. Mañana
intentaré hablar con ella. Me quedo dormido casi de inmediato.
Me despierto a las once de la mañana. Voy
a la cocina y empiezo a calentar algo de café. Doy un toque con los nudillos a
su puerta.
Mario: “Ana, despierta. Ven a desayunar algo”.
No contesta. Abro tímidamente la puerta. No hay nadie. Se ha ido.
Fin del capítulo 7.
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