Pensaba escribir algo sobre alguien que he conocido hoy. Algo jodidamente triste, de esas cosas que son tan asquerosamente reales que te destrozan por dentro. Pero hoy no puedo con tanta tristeza, no me apetece.
Pensamos que tenemos toda la vida, que podremos hacer las cosas que deseamos y tal vez no nos atrevemos, que tendremos tiempo para decir te quiero, o para corregir los errores. Pero a veces no es tan sencillo.
Creemos que con borrar un par de putas palabras todo se olvida. Pero eso no hace que desaparezca el dolor, ni lo que se ha roto se vuelve a recomponer.
¿Has intentado arreglar un espejo que ha estallado en mil pedazos? No se puede, siempre faltará alguna esquirla, los trozos no unirán bien, se notarán los bordes por los que unen los pedazos.
Pero sigo caminando. Recojo mis trocitos y me recompongo, y soy como un puzle. Nunca seré un todo, una imagen entera. Pero me agacho, recojo las piezas y me las vuelvo a poner. Y sigo caminando a pesar de todo.
Me duermo llorando, y cuando me despierta mi hija pequeña, cantándome un villancico en valenciano con su eterna lengua de trapo, me río a carcajadas en la cara de la vida. Y no, no finjo ser feliz. En ese momento soy jodidamente feliz.
Porque yo con los escombros de los sueños destruidos construyo nuevas ilusiones.
Mi nuevo compañero de trabajo, un gilipollas prepotente que se cree irresistible, dice que su hija de tres años ya sabe que los Reyes Magos no existen, que son los papis y los yayos. Dice que tiene que ir acostumbrándose a la realidad. Yo creo que ya tendrán tiempo de ver lo puta que puede ser la realidad, ya habrá tiempo para que la vida hija de puta las golpee y se tengan que acostumbrar.
Yo quiero que mis hijas crean en dragones, en princesas (de las valientes que no esperan a ser rescatadas, eso sí), en hadas, en magia, en los Reyes magos. Quiero que crean y me esfuerzo. Así que recojo mi tristeza y adorno árboles, hago adornos, bolas de Navidad, canto villancicos, escondo regalos.
Cuando era pequeña mi abuelo la víspera de Reyes llenaba un cesto de esparto de paja para los camellos, y cuando anochecía mi tía hacía ruido de cascos en la calle, mientras nosotras, pensando que eran los Reyes que se acercaban nos acostábamos nerviosas, expectantes, emocionadas. Y al día siguiente observábamos felices cómo el cesto se había vaciado de paja y en su lugar había monedas y dulces. Y recuerdo la emoción de abrir los regalos, la felicidad al descubrir un nuevo libro, o la decepción al ver que nunca me traían el juego de química que cada año pedía. Y la magia. Recuerdo sobre todo la magia.
Porque la magia existía, como después de unos años, cuando echaba de menos las estrellas, y a él, sobre todo a él, y mi hermana me regaló un planetario de juguete. Apagábamos la luz, nos tumbábamos en la cama y mirábamos el techo estrellado, soñando que estábamos tumbadas en la carretera en nuestro lugar en el mundo, observando las estrellas. Se perdió en un traslado. Hoy moriría por un techo estrellado.
Yo intento mantener alejada a la realidad, construyo una muralla de cuentos que mantenga fuera a la vida cabrona, para que rían felices, creyendo que todo es posible. Así que creo magia, ilusiones, para que cuando pasen los años, y la vida se ponga hija de puta y duela, mis hijas tengan recuerdos mágicos que les sirvan de escudo, o de espada, o que abriguen en las noches tristes.
Dadme sueños rotos, despedazadme los mios que yo con los escombros construyo ilusiones. Y que se joda la vida.