Vuelvo a casa de Miguel.
Una ducha me devuelve a la realidad. No puedo perder más tiempo, ya he
conseguido centrarme. Estoy preparada. Me visto despacio, sin prisas, prestando
atención a los detalles. Saco los tacones rojos de aguja que he comprado esta
mañana.
Miguel: Joder Alicia, esos son nuevos.
Alicia: Claro, la ocasión lo merece, ¿todavía recuerdas todos
mis zapatos?
Miguel: Tengo buena memoria para lo importante. ¿Eres
consciente de cómo se mueve tu culo sobre esos tacones?
Alicia: (Sonrío) Eso quiero. Esa es la idea. Hablaremos más tarde.
Salgo a la calle y cojo un
taxi. Me siento nerviosa, como si fuera la primera vez que voy a casa de
Javier. Si necesitas información, encontrar a alguien en Madrid, él es la
persona a la que preguntar. Si sabes preguntar. Por suerte Javier, ese hombre
centrado, serio, responsable, siempre tan hosco y cruel, se convierte en
alguien pequeño y vulnerable si me ve con unos tacones. Y no, no es por mí, es el
atrezzo. Si caminase descalza o con unas zapatillas apenas me prestaría
atención, se desharía de mí con un gesto displicente. Pero llevo tacones. Y
Javier deja de pensar, de ser él. O quizás es el único momento en que baja la
guardia y se muestra tal y como es. A mí me sucede cuando huelo un perfume en
particular, o cuando veo unos codos iguales a aquellos que nunca fueron míos.
Mi cerebro se toma un descanso y surge la Alicia animal, visceral. Los sentidos
a veces juegan malas pasadas.
Llego a su portal, la
puerta nunca está cerrada. No es necesario cuando eres alguien como Javier.
Subo las escaleras. Cuando llego frente a su puerta toco con los nudillos. Un
golpe fuerte, dos muy rápidos. “¿Alicia?”, se escucha a través de la puerta.
De repente recuerdo por
qué dejé esto. La puta tristeza. Hugo me sonríe de nuevo desde mi memoria.
Llegué demasiado tarde. Le encontré demasiado tarde. A veces es difícil asumir
las derrotas, saberte humana. El fracaso es como tener esquirlas en la boca
clavándose cada vez que intentas musitar una explicación que ni a ti te suena
convincente.
A veces no les encuentras,
me dijo un amigo. A veces simplemente no hay forma de rescatarles. Y tenía
razón. Esas cosas pasan, me repetía. Pero Hugo era distinto. A Hugo lo conocía.
A Hugo lo quería. Como a Ana, dice alguien en mi cabeza. Ana… ha pasado tanto
tiempo desde que vivimos todo aquello juntas…
Con Hugo fue todo más
sencillo. Recuerdo aquella vez que me pidió que le hiciese un lazo para atrapar
una vaca invisible. Solía jugar en mi patio, yo era un poco mayor que él pero
creía que nos separaba una vida. Le hice un lazo con un nudo de horca. “¿Cómo sabes hacer ese nudo?”, me
preguntó inquisitivo. “Es parecido al que
uso para hacer los nudos corredizos de los collares”. Era cierto. Lo que no
le conté es que sabía hacer aquel nudo desde mucho antes de empezar a hacer
collares. Es curioso, en cada lugar la gente tiende a suicidarse de una forma
distinta. Donde vivo ahora la gente prefiere tirarse a los railes del tren, lo
cual resulta extraño porque solo pasan cercanías. Demasiado riesgo de
sobrevivir mutilado. Pero a pesar de ello, con cierta frecuencia, se ven trenes
parados en lugares inusuales. Y todos intuimos que alguien ha acabado con sus
miserias, paralizando momentáneamente la vida de los viajeros. Me sorprende esa
última búsqueda de notoriedad. Supongo que es cuestión de carácter. En el sitio
de donde soy también hay vías de tren. Pasan regionales, Grandes Líneas, menor
probabilidad de supervivencia. Pero la gente se ahorca. Es algo mucho más
íntimo, menos exhibicionista. Cuestión de carácter, sí.
Pero un nudo es un nudo,
nada más. No tiene culpa del uso que alguien haga de él.
Hugo creció. Y un día se
acercó. Yo estaba haciendo nudos de horca para collares, cuero y una concha,
sólo eso. Puso su mano sobre la mía. “Quiero
sentir cómo tiembla tu mano al hacer ese nudo” y mientras decía eso su otra
mano se deslizó entre mis muslos. Temblé, sí. Y fui feliz. Pero tengo un don:
estropeo todo lo que toco. Así que hui de él en cuanto noté que nos
implicábamos demasiado. Le dejé el mismo día que me dijo que me quería. “Es una puta locura”, le dije. Y
desaparecí.
Pasaron los años. Un día
me llamó su madre. Hugo había desaparecido y alguien le había dicho que yo
buscaba a gente. Encontré su pista, le seguí hasta Madrid. Le encontré. Me
acerqué a él en aquel maldito bar. Parecía perdido. “¿Alicia? Aún no he
conseguido entender por qué me dejaste”, me dijo. “Ven conmigo, te he estado
buscando”, contesté. “Es demasiado tarde Alicia, ya es demasiado tarde…” Su
cara se transformó en gesto de pánico al ver a alguien acercarse. Noté un golpe
seco. Lo siguiente que recuerdo es aquel vertedero, aquel dibujo lleno de
color, allí, en el muro, entre la basura. Imagina… Y quise imaginar que la mano
fría y rígida que apretaba sobre la mía no era aquella que una vez se deslizó
entre mis muslos.
Fin capítulo 16.
Pink Floyd - Lost For Words
Fin capítulo 16.
Pink Floyd - Lost For Words
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