Le atraían las vías del
tren. Al principio sólo se sentaba a observar cómo se alejaban los trenes,
soñando con huir. Los imaginaba poblados de vidas vividas. Nunca había subido
en tren, así que los pensaba antiguos, con bancos de madera y literas donde
dormitar.
Poco a poco se fue
acercando. Le gustaba el riesgo de sentir el viento azotándole la cara con el
paso veloz de los vagones, sentir las vibraciones en el suelo, primero en los
pies, después estremeciéndole por dentro. Le gustaba el riesgo de ver acercarse
los trenes mientras cruzaba las vías, sentir cómo el corazón se aceleraba.
Sentir. Eso era todo.
Quería sentir algo, un poco de eso que contaban los demás. Sentirse vivo.
Su madre, católica
convencida le hablaba de la alegría de vivir, de creer. Él sólo veía
sufrimiento, tristeza.
¿Crees que es justo?, le
preguntaba constantemente cuando veía a la gente sufrir. Y ella contestaba que
había que aceptar el sufrimiento, que Dios tiene métodos que no entendemos, que
los hombres provocan todo ese sufrimiento. Había que asumirlo y confiar, verlo
como pruebas a superar. Dios aprieta pero no ahoga, decía.
Pero él veía cómo se
ahogaba su vecina cada vez que tenía que llamar desesperada a la policía porque
a su hijo drogadicto se le iba la mano en pleno mono. Era muy buen chico,
repetía, era muy buen chico.
O escuchaba cómo se
ahogaba el señor Pepe, el vecino del quinto, buen hombre, creyente, siempre
amable, ahogado ahora en el cáncer que se aferraba a sus pulmones. Me muero, le
dijo un día sin lágrimas en los ojos. Ni un puto cigarro en mi vida. Siempre me
he cuidado, he hecho todo lo que se supone que debía hacer. He sido recto, buen
cristiano. Pero me muero sin ver crecer a mis hijas, sin saber si serán
felices, sin llevarlas del brazo a la iglesia cuando se casen. Después recuperó
la compostura y volvió a su papel de hombre dócil.
Miguel no encontraba
sentido a nada. Sólo cuando la adrenalina inundaba su cuerpo pensaba con
claridad, y todo encontraba su lugar. Mientras, su padre dormitaba en el
sillón, de vuelta de la fábrica donde quemaba sus días.
Tenía que haber algo más.
Aquello no podía ser todo.
Creció, se metió en algún
lío. Buscó adrenalina en lugares poco adecuados. Buscó que alguien decidiese,
que alguien le guiase. Al final descubrió que el sexo le proporcionaba la
adrenalina que en otro tiempo conseguía cruzando vías. Pero era algo demasiado
fugaz. Conseguir conquistar a alguien, sexo, fin.
Veía a la gente
enamorarse, cometer locuras por aquello que sentían y les envidiaba. Pero no
era capaz de sentir nada parecido. El interés no duraba más allá del orgasmo.
Sexo, sólo eso, después nada, la nada absoluta. Después sólo ganas de ducharse
y alejarse, buscar otro cuerpo, sentirse vivo otro segundo.
Entonces conoció a Alicia.
Ella buscaba a alguien, le dijo. Él era una de sus pistas. Había compartido
diez minutos en un baño con aquella desconocida a la que ahora buscaban, no
sabía nada más de ella. No le importaba. Pero cuando Alicia preguntó hubiese
querido saber cada detalle de la vida de aquella desconocida del baño, sólo
para poder seguir hablando con Alicia.
Toma mi teléfono, le dijo,
por si recuerdas algo. Y la vio alejarse.
A los dos días la llamó,
fingiendo interés por aquella chica… ¿Marta? Creía que ese era el nombre que
había usado Alicia.
Alicia parecía siempre
segura, pero en el fondo de sus ojos vivía una niña asustada, él la había
visto. Sentía ganas de protegerla, de abrazarla. ¿Cómo puedes estar haciendo
tanto el tonto?, se preguntaba. Debe ser esto lo que sienten los demás, sí,
debe ser esto.
Había recordado algo, le
dijo. Cuando quedaron a tomar un café le explicó que Marta había recibido una
llamada, y se había subido los vaqueros con prisa, torpe de repente, con cara
de asustada. Le había escuchado llamarle. ¿Javier? Sí, ese era el nombre. Lo
recordaba bien, era el nombre de su hermano. ¿Cuánto hace que no le llamo?,
pensó de repente.
Recordaba todo desde el
principio, pero sabía que necesitaría una excusa para ese café.
Se ofreció a echarle una
mano. Conozco el infierno, le dijo. Y Alicia recordó la pequeña Taberna del Infierno,
el lugar al que solía ir con su amiga María, y sonrió. No la imaginaba
sonriendo. Pero se descubrió pensando cómo volver a hacerla sonreír. Era todo
absurdo, pensaba.
Conocía a la peor gente de
Madrid, o a la mejor, según se mire. Así que Alicia aceptó la ayuda. Era su
primer caso allí y necesitaba alguien que la guiase. Trabajaron juntos. Sólo
eso. Ella nunca pareció ver a Miguel de otra forma. Una caña después de un día
duro, un tequila si había sido jodido de verdad. Nada más.
Y luego tuvo que buscar a
Hugo. Nunca le contó qué le unía a ese chico perdido, pero sabía que aquel caso
era especial. Cuando apareció descalza aquella mañana, con olor a vertedero y
cara de haberse perdido para siempre, supo que aquello lo cambiaría todo. La
cuidó. Nunca la había visto desnuda. Pero aquella no era la forma, no lo era.
La duchó, acarició con cariño su cuerpo hasta que empezó a dejar de temblar
bajo el agua. La secó, la vistió, y la abrazó hasta que se durmió, y después.
Cuando despertó, Alicia había desaparecido. No supo nada más de ella. Su número
de móvil ya no existía. Podría haberla buscado, pero no tenía sentido, ella se
había ido, sin dejar una nota. ¿Para qué buscarla?
Miguel volvió a su
búsqueda de la felicidad en las bragas de desconocidas que no le importaban,
que ya no le hacían sentir ni la mitad de lo que sentía antes. Pero algo era
algo. Sentirse vivo. No echarla de menos. Se mentía pensando que lo había
conseguido, hasta que escuchó su voz al otro lado del teléfono y su vida
convulsionó.
Fin Capítulo 24.
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