Cuando tenía quince años
mi felicidad era Alicia. Nuestro cuento. Aún recuerdo la última vez que me lo
contó. Las cigarras en el patio, el verano con su calor pegajoso e
insoportable, mi madre obligándonos a dormir la siesta. Alicia siempre en la
buhardilla, despierta, mirando fijamente las vigas.
Me tumbé a su lado, en la
cama. Le pregunté –aunque ya lo sabía- que es lo que hacía. Contar las vigas
del techo, contestó. Once,
hay once vigas, once opciones. Son demasiadas. Habló sin pensar, apenas
consciente de mi presencia. O muy pocas, contesté. A
veces necesitas más para reunir el valor y hacerlo de verdad.
Me miró a los ojos sorprendida. Hubo un latido de afinidad, de cariño intenso cuando me cogió la mano. Pero no quería asustarla. Reí tontamente y le pedí que me volviera a contar el cuento de la princesa. Alicia cerró los ojos, empezó a hablar lentamente y la historia surgió de nuevo. Apretaba con fuerza su mano rezando para que continuara, para que no se percatara de mi respiración agitada, mi excitación, mi arrobamiento. Y fue entonces cuando me rendí a la evidencia: me había enamorado, sí, brutalmente, sin paliativos. Sentirla tan cerca, su perfume, el crisol de su voz envolviéndome con calidez, derritiendo los inviernos sentimentales que habían atenazado siempre mi cuerpo… sí, ahí estaba mi felicidad, en ese instante eterno.
Me miró a los ojos sorprendida. Hubo un latido de afinidad, de cariño intenso cuando me cogió la mano. Pero no quería asustarla. Reí tontamente y le pedí que me volviera a contar el cuento de la princesa. Alicia cerró los ojos, empezó a hablar lentamente y la historia surgió de nuevo. Apretaba con fuerza su mano rezando para que continuara, para que no se percatara de mi respiración agitada, mi excitación, mi arrobamiento. Y fue entonces cuando me rendí a la evidencia: me había enamorado, sí, brutalmente, sin paliativos. Sentirla tan cerca, su perfume, el crisol de su voz envolviéndome con calidez, derritiendo los inviernos sentimentales que habían atenazado siempre mi cuerpo… sí, ahí estaba mi felicidad, en ese instante eterno.
Un par de días después
Alicia volvió a mi casa. Toma, te he
traído esto, cuando lo vi en un mercadillo me acordé de ti. Y puso un camafeo en la palma de mi mano. No
podía creerlo, era como el del cuento, aunque solo tenía un pequeño espejo en
el interior, en el lado izquierdo había un retrato muy antiguo: dos niños
mirando con ojos de muerte desde otro siglo. Siempre me dieron miedo las fotos antiguas, caras vacías, sin gestos,
sin sonrisas forzadas, mirando solemnes a la cámara…aunque quizás tú prefieras
dejarlo.
Le pedí que me lo pusiera. Sonrió, echó mi pelo a un lado y rodeándome
con sus brazos empezó a abrochármelo. Sus dedos rozaron mi nuca… estaba tan
excitada. Quería abrazarla, decirle todo, que cuando estaba cerca no podía
pensar, que sentía mi cuerpo ajeno, solo suyo. En un impulso me acerqué a esos
labios, mi hogar, y la besé, mi primer beso, el beso más dulce que he dado en
mi vida. Fue un segundo, quizás dos, pero sentí como Alicia me correspondía,
como nuestros cuerpos se acercaban ansiosos. Pero entonces escuchamos la puerta
abrirse. Maria había vuelto a casa. Nos separamos nerviosas. Sentí también algo
más, incomodidad en su mirada. Corrí a mi habitación y no salí en toda la
tarde.
¿Era lesbiana? No, me
gustaban los hombres, sólo me sucedía con ella, con su físico, recordando su
voz. Quizás era una exaltación sexual de la admiración que sientes en la
adolescencia por alguna amiga. Quizás sufría por la distancia emocional que me
imponía mi madre. No lo sé, intentaba en vano buscar una explicación coherente.
Pero mis sentimientos tenían de todo menos coherencia. Nunca llegamos a hablar de ello, en parte porque ella se fue a la
universidad y empezó a salir con hombres. Incluso se distanció de mi hermana,
ya no había excusas para volver a vernos. Pero no volví a quitarme el camafeo
jamás.
Sufrí obsesionada dos años
más. Hasta que a los diecisiete conocí a Ángela. Era perfecta: el mismo pelo
largo y castaño, ojos de ese verde extraño con motitas marrones. Cuando la besé
con los ojos cerrados temblamos las dos. Le cedí mi cuerpo virgen, esa
sensación de ser un punto anónimo suspendido en la nada, y ella me penetró con
sus labios, con sus dedos arqueados, dibujando con saliva palabras de amor
sobre mi piel.
Pero cuando moría en su
cuello, cuando la mordía y apretaba su cuerpo contra el mío, en lo único que
pensaba era en Alicia. Cuando entré en la universidad lo dejamos, no era justo
para ella continuar así. No llegamos a perder el contacto, pero nunca más
volvimos a acostarnos.
En la universidad lo
intenté con varios chicos. Los quería, me excitaban, disfrutaba del sexo. Pero
era como si algo se hubiera apagado en mi interior, como si fuera nieve que se
derrite al sol de un recuerdo imborrable. Huellas en el desierto que se
deshacen a si mismas. No era capaz de llegar al orgasmo. Me acostumbré a ello,
siempre había pensado que había algo mal en mi interior, tampoco me sorprendía.
Y aunque con Ángela si que había conseguido llegar, no volví a encontrarme con
ninguna mujer que me excitase lo suficiente para querer intentarlo.
Años después, cuando
regresé de Londres, volví a pensar en Ángela. Mi pobre y dulce amante. Ella lo
sabía. Había visto la foto de Alicia en el camafeo cuando estábamos juntas.
Incluso llegó a seguirla: quería fijarse en sus gestos, la inflexión de su voz,
la ropa que usaba. Intentó parecerse a ella en todo. Pero era imposible. Sus
ojos, esos ojos llenos de melancolía, vigas, dolor, llanto, de risa verde
sobreponiéndose a todo, eran imposibles de copiar.
Ángela me mira ahora con
una sonrisa amarga, triste. Es demasiado elegante para verbalizar su dolor.
Pero sé lo que piensa: lo has vuelto a hacer, me has utilizado, sólo he sido
para ti una sombra de pasión, algo prescindible, una coartada. Y tiene razón. Lo
peor es que me ama. Siempre me ha amado.
La vida a veces es como un
puzzle de sentimientos en el que todos perdemos y nadie consigue encajar.
Fin capítulo 31.
Fin capítulo 31.
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