Counting Crows – Perfect Blue Buildings
Árboles, de El Hombre Viento... una letra cojonuda
Hubo una vez una rana que vivía en una caja. Recordaba haber sido una rana libre. Vivía en una laguna, cerca de la orilla de un pequeño río, rodeada de ranas. Le gustaba croar, pero a veces no le parecía suficiente. Tenía que haber algo más que croar, saltar, cazar moscas,…
Pero aun así seguía croando, tranquila, saltando junto a otras ranas.
Una noche un buho la atacó, y la pequeña rana consiguió saltar hacia unos juncos y refugiarse, pero quedó asustada, se sintió diminuta e indefensa. Pasaron los días y a Rana le resultaba difícil recuperar su estado tranquilo, vivía aterrorizada, temiendo un nuevo ataque, aterrada ante el mundo. Y entonces llegó él. Para Rana era poco más que unas manos suaves y una voz profunda, porque era una sencilla rana y su visión no iba mucho más allá. Él la observó, atemorizada ante la vida y se propuso cuidarla. Poco a poco se fue ganando su confianza. Le daba aliento, palabras de apoyo, de vez en cuando le llevaba insectos para alimentarla. Para que no tengas que arriesgarte cazándolos, le decía. Cada vez se sentía más confiada y feliz. Ya no temía, porque sabía que él la protegería. Un día él le contó que la echaba de menos cuando no estaba cerca, y que temía que le hiciesen daño. Te necesito, le dijo. Y ella se sintió enorme, valorada. Alguien la necesitaba, a ella, un ser tan diminuto, tan poca cosa. Pasaron los días y cada vez eran más constantes los comentarios sobre el temor por su vida. Acechan tantos peligros, decía, temo por ti, ¿qué haría si te pasase cualquier cosa? Y el temor poco a poco fue echando raíces de nuevo en su interior. Al principio era algo diminuto, una pequeña semilla que fue germinando. Al final lo fue llenando todo. Y volvió el temor, volvió a vivir aterrorizada. Pero estaba él, y cuando estaba él se sentía segura. Tal vez fuese buena idea ir a vivir con él, como le había sugerido veladamente, así podría estar tranquila todo el día. Vivía cerca, la llevaría a diario a su pequeña laguna, sólo cambiaría que durante el resto del tiempo estaría protegida y segura. Así que accedió agradecida.
Él la llevaba a diario a la laguna, y la observaba mientras croaba, pero cada vez le parecía ver más peligros acechando, aun estando él cerca. Además todas las ranas envidiaban a Rana, eso decía él. ¿No ves que envidian nuestra felicidad? Temo que quieran alejarnos, por pura envidia, que te llenen la cabeza de ideas raras. Rana le decía que no, que ella no se dejaría influenciar. Pero cada vez que una rana se acercaba a hablar con ella, Rana pensaba en aquellas manos, en la voz apesadumbrada, y poco a poco fue dejando de hablar con el resto de ranas. Nos tienen envidia, es cierto, pensaba, con un poso de tristeza en su mente feliz de rana segura y protegida.
Al final carecía de sentido seguir yendo a la charca para no croar con nadie, para estar pendiente de no ofender a aquella voz profunda, o de pensar a las otras ranas envidiosas.
Él tenía un pequeño jardín, allí sería feliz. Descubrió alivio en la voz cuando dejaron de ir a la laguna a diario y se sintió feliz de poder devolverle un poco de la felicidad y seguridad que le brindaba. Saltaba tranquila entre la hierba. No te esfuerces, le decía él, aquí es mucho más difícil capturar insectos, porque no los encuentras distraídos tomando agua, yo los cazaré por ti, así no sentirás frustración por no cazar. Ella pensó que era divertido cazar, pero claro, si no iba a ser capaz…
Él la alimentaba, la observaba, pero cuando ella empezó a confiar en el entorno, a sentirse segura de nuevo, él empezó a hablar de peligros de nuevo. Había visto pájaros acechando, y hacía pocos días una serpiente le sorprendió cuando estaba cazándole los insectos. Menos mal que no eras tú la que cazaba, imagínate, hubiese sido terrible. Y ese sapo con el que hablas a través del muro, no creo que sea de fiar. Somos tan felices, ¿quieres dejar de serlo? ¿qué sentido tiene meter en medio a ese sapo? Y ella intentó explicarle que no metía en medio a nadie, pero que a veces echaba de menos conversar con alguien, pero él entonces la interrogaba, seguro de que ella estaba ya enamorada del sapo. Poco a poco dejó de hablar con el sapo, se fue alejando del muro, quedándose más cerca de la casa. Además, estaba aterrorizada por aquel pájaro que él había visto merodeando, observándola desde la copa de aquel árbol, sí, aquel que tú no alcanzas a ver, le había dicho.
Estaría más segura en casa, convinieron. He encontrado un sitio donde estarás cómoda, segura, no correrás el riesgo de que nadie te pise, o de que el pájaro voraz entre por la ventana en un descuido mio, mientras aireo la habitación. Y así fue como acabó en aquella caja. No quería contradecirle, porque él se contrariaba mucho, y ella no quería dejar de ser feliz. Además no era capaz de cazar. ¿Qué clase de rana eres que ni siquiera sabe procurarse sustento? ¿qué harías sin su ayuda, sin sus cuidados? Él tenía razón cuando lo insinuaba, ella no era capaz de vivir sin él. Era así de simple.
No croes tan alto, ¿no ves que tu croar histriónico molesta a los vecinos? Y ella empezó a croar bajito, no fuese que él no abriese la caja aquel día, no fuese a dejar de quererla, de cuidarla. Al principio sólo croaba bajito cuando él estaba cerca, cuando intuía los ruidos que delataban su presencia. Pero poco a poco la invadió una sensación de vergüenza. Tenía razón, su croar era innecesariamente escandaloso, chillón incluso. Además, temía que él llegase y la escuchase. La criticaría, no soportaba que la criticase.
A veces abría la caja y mientras le daba su ración de insectos le preguntaba cómo podía ser que una rana fuese así , que no fuese capaz de procurarse sustento. Creo que ya ni croar sabes, repetía con tono hastiado. Tenía razón, sin duda. Era una rana que no merecía llevar ese nombre, ni cazaba, ni croaba…
Pero una noche escuchó croar una rana a través de la ventana abierta. Era una noche calurosa, y el aire parecía denso, quieto, haciéndole llegar nítido el croar de una rana que sonaba parecido al croar que ella emitía hacía demasiado tiempo. Y no le sonó exagerado, ni escandaloso, le sonó bello. Y no escuchó a ningún vecino quejarse, todos parecían dormir plácidamente acunados por el bello croar de la rana a lo lejos. Y deseó ser aquella rana. Rana, la rana que vivía en una caja se dio cuenta que aquello distaba mucho de la felicidad, y que si aquello era ser feliz, bienvenida fuese la infelicidad. Se descubrió echando de menos el aire fresco de la noche en la charca, las libélulas revoloteando a su alrededor durante el día, con sus bellos brillos metálicos. Echó de menos las charlas, echó de menos cazar, evitar ser cazada. Echó de menos croar, sobre todo se dio cuenta de cuánto echaba de menos croar. Y deseó salir de aquella caja, llenar la estancia con su croar despreocupado, saltar libre por aquella ventana abierta y perderse en la noche en busca de su laguna.
Canción increible sobre un oso que anhela su libertad (de la banda sonora de Tango feroz)
Dame la falda de putita, me dice mi hija muy seria con su eterna lengua de trapo.
La pobre tiene que recurrir a veces a canciones, a gestos para que la entienda. Quiero totilla, y yo le digo: “¿Tienes hambre? Ahora mismo te hago una tortilla. ¿Me ayudas?”. Y ella “que no, que quiero totilla”, y yo tozuda: “¿tortilla?”, “no, totilla”, cada vez más lento, más alto. Hasta que, ya desesperada, mueve los dedos hacia mi axila con cara de vayamadreinútilmehatocadoendesgracia. ¡Cosquillas! ¡Quieres que te haga cosquillas! Claro, contesta con cara de estar de vuelta de todo. Le falta decir “es que pareces imbécil”. Seguro que lo piensa.
O dice “dibújame un tatito”, “¿un patito?”. “No, un tatito”, “¿gatito?”. “TA-TI-TO”, casi grita. “¿Un ratito (que entonces pienso “coño, que no sea eso, que a ver cómo dibujo un ratito, ni mi amiga la que siempre nos gana al Pictionary sabría cómo hacerlo”), zapatito,…? Y así hasta el infinito, mientras por dentro me insulto “mala madre, ni entenderla, joder, no puede ser tan complicado”. Y ella cada vez más exasperada pisotea el suelo nerviosa. Y de repente… la luz. Se le ilumina la cara y sonríe satisfecha. Y empieza a cantar: “que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar”. ¡Coño, un barquito! y ella ríe feliz, media hora después, mientras le dibujo un barco.
Otras veces me sorprendo. Dice por ejemplo “tata tallú”, y mi hermana y su profe se rinden. “Joder, no la entiendo. No hay quién la entienda. No me mientas, tú a la niña le estás enseñando alemán”, dice mi hermana. Su profe sonríe y dice: “no te preocupes, ya hablará bien”, con cara de “sí, pero no me preguntes porque no tengo ni puñetera idea de lo que ha dicho”. Y yo digo: “mi vida (sí, soy así de moñas), ¿te has dejado las cartas de Caillou (un personaje de dibujos) en clase?”. Y ella me dice: “sí mami Nuya, vamos”. Y allá vamos.
Pero lo de putita me supera. “¿Qué dices princesa?” La falda de putita, repite. Y yo empiezo a preocuparme seriamente. Y ella señala un estante del armario convencida. Sí mami, la falda de putita, dame. Y de repente algo rojo asoma, y me recupero del susto, de imaginarme a mi princesita vestida de mini-furcia…
¡Ah, la falda del disfraz de Caperucita!
Coño, haber empezado por ahí.