Estás destinado a salvarme, le digo en uno de esos arranques de sinceridad tan inoportunos que sufro. Con media sonrisa me contesta: "Sí, en plan superhéroe." Y sé que lo dice con ironía, restándose importancia. Pero, qué coño, la importancia que tiene ese instante para mi se la otorgo yo. Sí, en plan superhéroe. El héroe de barba. El superhéroe de lo cotidiano, de lo diminuto, de eso que (casi) nadie ve.
Últimamente me rodean, los veo casi a diario.
Como ese niño que cuando su padre se niega a dedicarme un minuto, de forma un poco desagradable, me mira a los ojos y frena en seco, obligando al ogro gruñón y malhumorado que tira de él a parar. "Hola, yo me llamo Carlos", dice sonriendo. Yo le sonrío y contesto: "Hola Carlos, yo soy Nuria. ¿Te enseño una cosa muy chula?". Y levanto mi boli. En el extremo tiene un corazón que se ilumina cuando lo golpeas (oh, metáfora perfecta, juas).
El niño lo mira con los ojos de asombro con que sólo miran los niños, sonriendo con todo el cuerpo. Y yo le sonrío. El padre me mira, asustado por si aprovecho para intentar convencerlo ahora que está parado. Pero Carlos no es una excusa. No le sonrío para aprovecharme. Le sonrío porque sólo él es mejor persona que casi todos los adultos que conozco. Le sonrío porque es mi superhéroe de lo diminuto.
Como ese tío que apenas te conoce y te saluda, se sienta contigo en la puerta de un hospital para ver cómo estás y pierde su tiempo, ese que sí vale, en echarte una mano.
Y yo, inmersa en el enésimo ultimátum, acostumbrada a caminar por la cuerda floja sin esperar una mano, me agarro a la que me tiende y le escucho sonriendo. Porque, joder, me ha hecho feliz. Durante media hora he vuelto a creer en el ser humano. Y cuelga el teléfono, una llamada importante, como si yo fuese lo más importante.
Y es cierto en ese instante eso que me explica de que cuando te abres a una persona es como abrir una presa. Es todo o nada. Abierto o cerrado. Para él no hay medias tintas, y cuando habla contigo te sientes el centro. Hace sentir a la gente especial, importante. Supongo que ahí reside su superpoder. Y cómo se agradece. Mi propósito para el resto de mi vida es intentar ser así.
Tengo gatitos superhéroes que me acompañan noches enteras cuando no quiero mostrar el miedo, porque soy una adulta y los adultos no sentimos eso (juas, juas, juas). Pero él lo ve, y se queda, siempre se queda, y consigue que ría, por encima del miedo, del hastío, de la tristeza.
Tengo una gatita que se ovilla conmigo, superheroina que siempre sabe cómo me siento y nunca me juzga.
Tengo una superheroina que acude en su caballo de cartón, con su espada de madera, a pelear mi guerra como si fuera suya, porque la siente suya.
Tengo superhéroes desconocidos, que me ofrecen su ayuda, su mano o una palabra, un mail preguntando si estoy bien. Y, coño, a veces no estoy bien, y al recibirlos todo cambia.
Como ese que deja comentarios cortisimos, pero me deja uno largo para mostrarme su aprecio.
Como ese que me pone marcas en la calzada para que no me pierda, y yo me siento Dorothy siguiendo las baldosas amarillas que él me va colocando, segura de que llegaré a ver al mago.
O aquel que firma siempre como "soy el del árbol", en un gesto de una ternura infinita, como si yo no supiese quién es. Y me recuerda a una canción de REM (tú siempre dices tu nombre cuando dejas un mensaje en el contestador, como si yo no fuese a saber que eres tú).
Como ese abrazo en una estación de tren. O una llamada el día de mi cumpleaños. O esas películas y libros recomendados.
O ese "te quiero" por whatsapp, inesperado y certero. Aquí, justo aquí, a la izquierda de mi pecho, ahí acertaste.
O un dibujo hecho para mi.
O que alguien abra tuiter para leerme cuando casi he desaparecido, y me mande café, sonrisas, canciones de Bunbury y chuches.
Como quien encuentra una canción perfecta, montaña rusa como yo, sólo para mi.
Como quien me rescata a base de café y ofreciéndose a susurrarme cuentos al oido cuando tengo fiebre.
Como quien me da consejos de marketing para un blog desconocido y casi moribundo mientras me hace reir.
Como esos mails sólo para mandarme un abrazo, un besazo, o un "¿Cómo estás?". Sabes que te confiaría mi vida.
Como esos dibujos con un "te quiero mami", o los corazones pintados en las manos, o el amor escrito con servilletas en el suelo.
Cariño. Creo que a veces olvidamos lo que genera, lo importante que puede llegar a ser ese diminuto gesto. Como llamarme así, como nadie más me llama.
Llenais mi vida de actos superheróicos y creo que ni os dais cuenta. Abrís ventanas al cielo. Y, no sé, me apetecía decíroslo.
Gracias, en serio.