Llevo unos días raros. Están siendo duros pero a la vez están siendo extrañamente bellos.
Alguien a quien nunca he abrazado, ni mirado a los ojos viene a rescatarme sin pedir nada a cambio. Y de repente no importa que la justicia gratuita que solicité resultase ser de saldo, porque hay alguien capaz de hacer algo tan importante por mi, de salvarme. María, nunca sabré cómo agradecértelo lo suficiente. Así que decidme que lo que encuentras aquí no es real, que me río a carcajadas.
Llevo unos días también acojonada, sinceramente. El otro día vi a un vecino de mi barrio buscando en el contenedor de la puerta del supermercado. Tiene cuarenta y pocos. Sentada en la puerta estaba una niña de 5 ó 6 años, su hija. Son gente normal, los conozco de verlos transitar por los mismos lugares que yo recorro a diario. Nunca he hablado con él. Pero me dio una tristeza infinita ver los ojos de la niña, observando tranquila a su padre.
Hace unos meses vi a una mujer de unos 50 años, muy bien vestida, con un perro de raza sentado a su lado. Estaban sentados delante de un escaparate, en una tienda cara de mi ciudad. La mujer escondía la cabeza entre las rodillas, y sujetaba en la mano un vaso de café de plástico, mendigando unas monedas que para ella hasta hacía poco seguramente eran nada. Hace poco la vi, sentada en el mismo escaparate, un pañuelo a su lado mostraba las pulseras que estaba haciendo con alambre. Ya no escondía la cara. Adaptarse, supongo, todo es cuestión de adaptarse.
Hace unos días estaba trabajando cerca de un mercado de Valencia. Hace unos años lo rehabilitaron y lo poblaron de cafeterías de precios prohibitivos, donde van los estudiantes de una universidad privada cercana a tomar frappuccinos que cuestan 4,50. Las terrazas están llenas a diario. Me encanta ese mercado, pero desde que lo rehabilitaron (era ya imprescindible) se ha convertido en un lugar al que no me siento cómoda entrando. Todos pasan por mi lado sin verme. ¿Me regalas un minuto? pregunto a un hombre. No tengo, contesta taxativo. Búscate en el bolsillo del tiempo, seguro que tienes alguno que regalarme, le digo. Y me mira como si estuviese loca, viéndome de verdad por primera vez. Creo que antes ni existía en su mundo de prisas.
En una de las aceras se sentó un padre con su hijo. Sacó una caja, y una bolsa llena de papeles. El padre se afanaba doblando papelitos mientras el hijo se tomaba un zumo que le dio una mujer que pasaba con el carro de la compra. Vendían cosas hechas de papel para alimentarse. Me pareció desesperado y tierno. Me quedé un rato observádoles de lejos. El padre trataba con un cariño enorme al niño. Eran gente normal, lo juro, eran como nosotros. Y me dio vértigo y miedo. Pánico. Me vi haciendo ratoncitos. ¿Y quién coño iba a comprar mis ratoncitos de papel? Pánico.
Los nuevos pobres se sienten tan cercanos, tan parecidos,... Asusta. Mucho.
Y encima sigue mi mala racha en el trabajo. Y no, no es cosa de la crisis, soy yo. Soy jodidamente irregular. Tengo días gloriosos en los que convenzo a cualquiera. Tengo días penosos que no consigo ni que me vean. Últimamente me levanto con superpoderes, el de la invisibilidad en concreto, y la gente pasa por mi lado sin percatarse siquiera de que les digo buenos días.
Hace más de un año tuve una racha así. Trabajaba para otra ONG. Un día estaba derrotada, vencida por completo. Me senté en el borde de un macetero, la carpeta en las rodillas. Jeremías se acercó. Trabaja para otra ONG, es el mejor captador que he visto nunca. Había oido hablar de él. Se acercó y me preguntó qué tal me iba. No muy bien, contesté ahogando las lágrimas. Se sentó, habló conmigo, me dio consejos. Durante más o menos una hora se dedicó a rehacerme. Me regaló una pulsera que desde entonces usaba como talismán, de su ONG. La perdí hace poco. Trabajaba un par de días a la semana, me contó, y el resto del tiempo se dedicaba a vivir, a su música. Soy músico, me dijo. El Hombre Viento. Ya he colgado varias veces canciones de él. Sus letras son... Es como escuchar recitar poesía.
Marcó una diferencia, a partir de ese día remonté, me fue muy bien un par de meses seguidos. Convencía a cualquiera. Recordaba a menudo consejos que me había dado, frases concretas. Ojalá las recordase mejor.
Él ni siquiera me recuerda, fue una conversación más. Hoy me lo he cruzado en la calle, le he mirado a los ojos y no, no me recuerda. Da igual, a todos nos ha pasado eso, seguro. Conversaciones que no recordamos, palabras que no fueron nada, gestos sin importancia que marcaron para alguien la diferencia. Como las líneas en la calzada que te pone alguien, como un abrazo largo.
Cuando era pequeña regalé una de mis muñecas a una niña el día de Reyes. No lo recordaría, os lo juro. No fue nada importante. Su abuela dijo que no le había podido pedir nada a los Reyes y yo hice algo diminuto, sin importancia. Lo recuerdo porque cada vez que me encuentro a esa señora me abraza y me lo recuerda.
Gestos sin importancia que para alguien son importantes.
Hoy estaba desesperada, puta mala racha, y he hecho algo terrible. Me he parado en una calle llena de captadores para intentar que me parasen, para ver cómo lo hacían. Pero los captadores no me paran, debo tener pinta de pobre insolidaria, nunca me paran. Al final me he quedado de pie al lado de un grupo de chicos de la misma ONG que ese captador que fue importante. Son los mejores. Uno se ha acercado. No voy a colaborar, le he dicho. Pero él ha hecho todo lo posible para convencerme. Dan ganas de abrazarte, me ha dicho. Me ha hecho reir. Pero no puedo colaborar. Él insistía. Al final ha desistido, y se ha alejado entre frustrado y cabreado, pero disimulando con una broma. Lo peor es que no tendré tu teléfono, me ha dicho. A veces fingen que les interesas, imagino.
Me he quedado sentada en un banco, esperando a mi compañera. Y le veía ahí, le imaginaba preguntándose qué había hecho mal. Joder, no soy capaz de imaginarme cruel, así que le he escrito una nota explicándole que era captadora, que tenía una mala racha y necesitaba ver a alguien convencer, para ver si recuperaba la fe. Me disculpaba. Me he acercado y se la he dado justo cuando llegaba mi compañera. Me daba vergüenza explicárselo mirándole a los ojos. Soy una cobarde. Nos hemos alejado caminando, y de repente nos ha alcanzado corriendo. No te has despedido, me ha dicho. Me ha abrazado y me ha dicho al oido que todo puede cambiar. Y se ha alejado.
Joder. Nunca sabrá lo importante que ha sido hoy ese abrazo. Yo, que nunca abrazo a gente a la que no quiero, con mi pánico al contacto físico con desconocidos. Pero hoy lo necesitaba, sí. Nunca lo sabrá, pero hoy me ha rescatado.