Azalea era una nube feliz, siempre sonriente. Cuando era Azalea la que llovía todos sabían que era porque lloraba de la risa.
Le gustaba dejarse llevar por el viento, sobre todo por el que viene del mar, húmedo y con olor a salitre. Le hacía cosquillas, y le gustaba su sabor salado. Ese viento siempre la llenaba de lluvia, y entre las cosquillas y la humedad, Azalea siempre acababa lloviendo de la risa, lluvia en grandes gotas felices que regaban los campos, que limpiaban las aceras.
Pero lo que más le gustaba a Azalea era un pequeño pueblo de pescadores, junto al mar. En sus calles siempre había niños jugando, libres, alegres. Sus risas eran contagiosas. Las casas eran pequeñas, blancas, relucientes bajo el sol. Cada vez que podía, Azalea se acercaba a aquel pueblo, a observar a sus habitantes, a recorrer con la mirada sus calles estrechas empedradas.
Un día, Azalea pensó que hacía mucho que no visitaba su pequeño pueblo, y se dejó empujar por un viento que venía del norte. Casi pasó de lejos, porque no lo reconoció. ¿Cómo podía su pueblecito haber cambiado tanto?
De repente se encontró con un pueblo bullicioso, lleno de gente extraña con ropa colorida y cámaras de fotos colgando del cuello. Había coches por todas partes, bocinazos, gritos. Los niños andaban bien cogidos de las manos de sus padres, y no parecían muy alegres, y mucho menos libres.
Pero lo que más asombró a Azalea fueron los edificios. Al lado de las pequeñas casas, o hasta en lugar de las pequeñas casas, había edificios delgados y altísimos, cubiertos de cristales, que reflejaban la luz del sol y cegaban a Azalea.
Tan deslumbrada estaba por aquellos enormes espejos alargados que se quedó enganchada en la punta de uno de aquellos rascacielos.
Al principio no supo qué ocurría, quería huir, pero algo se lo impedía. Luego se dio cuenta de que estaba atrapada por aquel monstruo, y empezó a tirar y tirar, pero no conseguía más que desgarrarse por algunas partes, poco más. Así fue como Azalea lloró por primera vez en su vida de tristeza.
Lloró y lloró, descargando pequeñas y finísimas gotas de agua sobre aquel pueblo. Al principio los habitantes y los veraneantes lo agradecieron, tras semanas de agotador calor, pero pasaron los días y Azalea seguía llorando. Sus amigos los vientos venían para empujarla, pero sólo conseguían cargarla de más lluvia, que caía sin descanso. Las calles se inundaron, nadie podía tumbarse en la playa a tomar el sol, ni pasear por el pueblo tranquilamente, y mucho menos tomar algo con los amigos en una terraza. Entonces los turistas comenzaron a marcharse.
Cuando no quedó en el pueblo más que la gente que vivía todo el año, empezaron a preguntarse por qué no dejaba de llover. Y de repente se fijaron en la gran nube gris y triste que había en la punta de un edificio. Miles de nubes habían venido a ayudarla, pero al no conseguirlo, lloraban de tristeza con la pobre Azalea.
Los habitantes se dieron cuenta de que la culpa era de aquellos enormes edificios, y cuando los miraron bajo el cielo gris, ya no les parecían tan fantásticos, ni tan buena idea. Descubrieron que añoraban los días felices y tranquilos de antes de que se volviesen locos y construyesen más allá de lo imaginable.
Fue entonces cuando decidieron destruir todos aquellos edificios. Demolieron hasta el último, ese en el que estaba enganchada Azalea. Para cuando quedó libre, el pueblo era casi el que solía ser, y Azalea no podía dejar de sonreir, agradecida.