“Tienes que estudiar -decía siempre mi padre-, no
serás lo que yo he sido toda mi vida. Tendrás otra vida”
Pero yo no merezco otra
vida, ni siquiera esta. Sí, estudiar se me daba bien. Trabajar también, al
menos al principio. Pero no soy ambiciosa, no tengo ese instinto competitivo
que distrae a los escrúpulos. Nunca seré nada importante, nunca llegaré a nada.
Lo peor de todo es que lo tengo claro desde hace demasiado tiempo, solo me
limito a transitar por empresas de mierda, cada una con más irregularidades que
la anterior. Ya ni si quiera me quejo. Mis conocidos me animaban a denunciar cuando
les contaba que no cobraba por las horas de más, o que realizaba tareas para
las que legalmente no estaba cualificada. Es tan fácil dar consejos. Una vez
intenté denunciar, pero fue un proceso tan largo, tan brutal el acoso y derribo,
que tuve que rendirme. Ahora simplifico: voy a las entrevistas, finjo que soy
eficaz, inteligente, que disfruto con la presión. Pero en cuanto me siento
agobiada dejo el trabajo y busco otro. Cambio de escenario. El espejo no se
resquebraja.
Vuelvo a mirar el puto móvil. Nada, la puta nada absoluta. Miro su
blog. No ha actualizado, no ha contestado comentarios, nada. Tal vez le haya
pasado algo. Me sorprendo un poco aliviada con la idea. Alicia… ¿cómo puedes
ser tan hija de puta? Bueno, no quiero que le suceda nada grave, solo algo que
le impida contestar.
Además, sé que contestará. Le gusta demasiado tener groupies, jugar
a mantenerlas. Aún no sabe que soy distinta. Yo no me acaricio furtivamente
cuando leo sus relatos eróticos. Solo quiero… ¿abrazarle? Sí, quizás sea eso. Solo
quiero que me escriba. Es extraño.
Ayer me encontré con
Víctor en la calle. Hacía más de diez años que no le veía. Nos conocimos en un
viaje del instituto y nos hicimos muy amigos. Yo era tímida, extraña. Escuchaba
música distinta a la que escuchaban mis compañeros de instituto, hablaba de
cosas que a nadie parecían interesarle. Y quería morir. Así de sencillo. No
sabría explicarlo. No había tenido una infancia terrible ni demasiado dura,
pero tampoco me recuerdo feliz, quizás en momentos concretos, como cuando
jugaba a las cartas con mi abuelo o mi madre me leía un cuento, también cuando
me regalaban un libro. Pero era una sensación muy leve, una pequeña euforia. Después
ni siquiera eso. Y nadie parecía entender mis preocupaciones ni tener
respuestas a mis preguntas. Me levantaba cada día pensando que sería el último,
deseándolo. Pero mis padres empezaron a sufrir por mi culpa. Me miraban
desconcertados sin saber como ayudarme. Y tuve que aprender a fingir, así todo
resultaba más fácil para todos.
Víctor era muy parecido a
mí: frágil, tímido, atormentado. Hablábamos de libros, de aquel grupo que
escribía sobre la muerte, de cómo nos atraía la idea. Me regaló su cinta de
“This is the sea” de los Waterboys, y al día siguiente se compró otra.
Rosa gris,
así me llamaba, envolviendo las palabras de forma delicada. Yo era mucho más
ruda en el trato. Nunca conseguí entender los ritmos en las relaciones con los
demás. Era demasiado sincera o demasiado callada, solo conseguía intimidar con
esa actitud. Él era más cuidadoso, más amable, incapaz de decir nada que te
pudiese dañar.
“¿Víctor?”
Se giró y me miró como si viese a un
fantasma: “Alicia… estás igual, parece
que no ha pasado ni un día, ¿cómo me has reconocido?”
Y en la segunda frase de cortesía
desaparece Víctor y surge eso: un ser
engreído que levanta un poco la barbilla para hablar de sí mismo. No me
pregunta cómo me va, supongo que le parece un insulto viendo en qué trabajo,
claro, cosas de tener este trabajo de mierda. Sigue y sigue hablando. Y no, no
es envidia, qué coño, tengo amigos a quien les va cojonudamente bien y no
hablan así. Sólo se escucha un yo, yo, yo,
un a mí, a mí, a mí. Y yo busco en
el fondo de sus ojos oscuros a aquel ser frágil y fascinante. Pero allí ya no
habita nadie, sólo hay vacío. “Es que yo
sí luché, me lo propuse, vi clara la meta y fui a por ello” dice con una
sonrisa sarcástica. Y ahí están de nuevo las putas metas, esas que por supuesto
no tengo. Joder con las metas.
Nos despedimos y le digo que
me alegro de que le vaya tan bien, de volver a verlo. Pero esto último no es
cierto, porque este no es él, no es aquél Víctor con el que hablaba horas en el
autobús, o el que me arrastró con gripe por todos los museos porque no podía
perderme tanta belleza quedándome en la cama. Aun recuerdo cuando nos perdimos
en Oxford: “Tranquila, yo nunca me pierdo”
me dijo intentando sonar convincente. “Tranquilo,
yo conseguiré perderte” le respondí con sorna. En una callejuela
encontramos una pequeña librería y a él de repente se le fugaron las prisas.
Entramos fascinados. Tenían una edición enorme y carísima de Alice in Wonderland con reproducciones de
las ilustraciones originales y la letra que se usó en la primera impresión.
Víctor, perdidamente enamorado, la compró. La tarjeta de su padre le permitía
aquellas extravagancias.
Yo compré una edición de
bolsillo que guardo como si fuese un tesoro. Salimos corriendo
de la tienda felices, y llegamos al autobús del instituto cuando ya nos habían
dado por perdidos y estaban hablando con la policía. Nos sentamos juntos sin
poder contener la risa. “Alicia, como tú.
Así cada vez que lo vea te recordaré”.
¿Qué pensaría el Víctor que fue de
este Víctor adulto? ¿Es más cuerdo ahora que entonces? Para la gente sí, seguro
que sí. Qué puta locura. ¿Yo he cambiado tanto? Tú has cambiado más, no seas
idiota, no te hagas preguntas que no quieres contestar. Habremos cambiado, quizás a peor. Y sin embargo él parece
feliz. La normalidad es lo que tiene, te hace sentir parte de algo, integrado,
aunque al fondo haya algo que te grita que eso no es felicidad. Yo también me
creí feliz mientras me hacía cada vez más pequeñita al lado del “regala piedras”,
mientras acariciaba al olivo, sólo por sentir algo real, algo que no fuese
asquerosamente suave y artificial. A veces acariciaba tan fuerte la corteza que
me arañaba las manos, que me sangraban. Sólo entonces me daba por pensar que
aquello no podía ser todo, que estaba viviendo una vida que no era mía, sólo
entonces veía clara la realidad. Por eso no he vuelto a necesitar acariciar a
mi olivo. Ahora no soy feliz, pero al menos soy sincera conmigo misma,
consecuente con lo que siento.
Vuelvo a mirar el móvil. Nada. Me recrimino en vano, sé que volveré
a hacerlo en unos minutos.
Fui feliz. Durante un tiempo fui inmensamente feliz. Y sin embargo no
conseguí conmoverle. No fui lo suficientemente importante para que me dedicase
una sola poesía. Necesito mantener la cabeza ocupada. No pensar, no volver a
mirar sus fotos, esas malditas fotos en las que sale tan feliz junto a otra. “¿Me odias por ser feliz?” me preguntó.
Sí. No. No, te odio por no ser feliz conmigo.
No entendió la diferencia. Ser importante, sólo eso. Quería ser importante, sentirme
especial junto a alguien.
Joder, encima se me caen los pantalones, he vuelto a perder peso. Alguien
en mi interior sonríe agazapada, feliz de su triunfo. Sólo un par de kilos más. Vete a la mierda le digo a mi imagen en
el espejo.
El móvil vibra, lo miro nerviosa. Un mensaje: mi tarifa de datos se
ha agotado. Me echo a reír. A veces la realidad decide por nosotros. Así no te
mutilas. Así no te hieres.
Mañana iré a leer a la playa. Sí. Tengo que buscar Alice in
Wonderland. Recordar lo que sentí al leerlo por primera vez aquel verano.
Fin del capítulo 6.
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