“Soy Peter, sé que tienes a MI sumisa, te doy 24 horas
para que me la devuelvas y la lleves a mi casa. Ella sabe la dirección. Sé todo
sobre ti, sino lo haces iré a tu casa y te castraré. No intentes joderme.”
Si fuera alguien normal me
daría un ataque de ansiedad, pero no lo soy. Una prueba de ello es que ahora
estoy viendo al fantasma de mi gato Kirk ronroneando sobre el sofá. Empiezo a
acariciarlo y me relajo. Apago el teléfono.
Miro por mi ventana y
observo a mi propio pájaro azul, mi querida vecina, omnisciente, apoyada en el
quicio de la ventana de enfrente, mirando hacía los lados con pesadumbre,
sacudiendo manteles, escobas, cualquier cosa por su ventana. Ahora, en el único
gesto de amabilidad que le he observado, también desmiga pan para los pocos
pájaros de la zona. Toda una vida así, asomada a la ventana con el rictus
contraído, huyendo así de lo que ocurría en el interior de su casa, ¿esperando
el qué? ¿La felicidad, un cambio? Sus hijos solo la visitan algún domingo a final
de mes, su marido tísico sigue tosiendo de forma estentórea cada media hora.
Nada ha cambiado. O sí. La gente infeliz se va transformando lentamente: la
cara se le llena de arrugas prematuras, el pelo pierde color, la ropa deja de
estar ceñida, su voz se transforma en un graznido altisonante, amargado y
rancio. Ella sigue ahí, en su atalaya de mierda, con su sempiterno batín azul,
el pelo descompuesto y mal teñido. Mira hacía un lado. Murmura. La vida
discurre a su lado sin que se dé cuenta.
Abro la ventana de mi
habitación, también la del salón. Hace calor, ha llegado la primavera. Hay una
forma sencilla de detectar la mediocridad en alguien: solo tienes que
escucharle, si antes de dos minutos ya se está quejando del tiempo, huye. Son
como ancianos sin dentadura cuyo cerebro gira lentamente, relojes de cuerda
rota. Ayer se quejaban del frío, ahora lo harán del calor, pequeños robots
lanzados a la calle que no te pueden aportar absolutamente nada.
Voy a la cocina: hay un
poco de arroz y una onza de chocolate. Suficiente. Bajo al chino de la esquina
y compro un par de botellas de vino. Traslado el ventilador a mi habitación y
empiezo a beber. Me gustan los días así, sin complicaciones, mujeres o ideas
importantes. Simplemente el paso del tiempo, pequeñas franjas de luz paseando
lentamente por el techo. En la universidad te corroen con el ansia de aprovechar el tiempo, con practicar la
memoria a corto plazo. Muy bien. Excelente. ¿Y luego qué? ¿Para estar diez
horas fuera de casa haciendo una tarea infernal que te mutila cualquier síntoma
de singularidad? Bueno, sí, de acuerdo, no siempre es así. No todos nos metemos
en cubículos de oficinas ocho horas diarias. No todos sufrimos atascos. No
todos somos azafatas vendiendo algún producto en la calle con la sonrisa
grapada en la cara, mueca feroz de productividad. O desahuciamos –directa o
indirectamente- a familias de sus casas. O condenamos a criminales a dos años
de cárcel y una sonrisa ante la prensa. No todos somos ministros de Rajoy:
ineptos, obtusos, fascistas y grandísimos hijos de puta. Exceptuando a la pobre
ministra de trabajo, ya la morfología de su cara nos da una pista sobre su
considerable retraso y esas taras genéticas hay que respetarlas.
Elipsis. Quizás una zona
de puntos suspensivos, de paréntesis, un interludio feroz y en blanco. La tarde
sigue desaseada. Mi mano alarga su trenza de suspiros hacía la siguiente
botella.
(…)
Realismo Lírico.
La euforia es un espejismo, como los gemidos de una puta filtrándose a través
del fláccido tabique. La ciudad está a la espera, todo el mundo tiene una
cuerda, ¿es una horca o solo sujeta un
globo de helio que quiere partir hacía arriba, hacía el fulgor de los ojos de
Dios? Pero Dios no tiene escrúpulos. Tampoco polla. Somos manos inertes
engarzadas a un crucifijo de mierda. Cerebros de hierba que trastabillan, caen
y mueren en el fango de la decrepitud. Pequeños arañazos en el suelo de la
jaula. Niñas sonrientes que se recogen la falda y te mean encima. Todo cobra
más sentido después de eso. Las esperanzas son la lava del arrebato. Imperios
derrotados por el trueno silencio que brota entre tus piernas. El zorro
corriendo bajo la luna de asfalto con mi corazón en la boca. Golpéame donde más
duele, haz que te ame; primero miel y luego el cuchillo. La muerte corre por mi
garganta como un ratón asustado. Tender la mano hacía el silencio del hueso.
Ayer escuché llorar a una mujer, la pelota a veces rebota en vuestro tejado.
Perder la poca humanidad que poseemos en algún camino letárgico.
¿Todo es irrelevante? Al final lo más importante es saber atravesar el fuego. Un sueño fetal me envuelve con saña.
¿Todo es irrelevante? Al final lo más importante es saber atravesar el fuego. Un sueño fetal me envuelve con saña.
Fin del capítulo 9.
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