lunes, 26 de agosto de 2013

Vidas cruzadas (ficción)

A él le gustaban los gatos y las series antiguas. Leía cómics que nadie recordaba, y coleccionaba frases de sobres de azúcar. Algunas le parecían una mierda, patadas en el estómago de la lucidez, pero aun así necesitaba reunirlas. Tomaba siempre el café sin azúcar en los bares, pero pedía doble sobre, ante la mirada cabreada de los camareros. Por la noche le gustaba tocar la guitarra. Sus vecinos no siempre estaban de acuerdo, pero él ignoraba sus gritos y sus golpes en la pared emulando solos de Slash. O si estaba triste escuchaba a Miles Davis, o música clásica para la melancolía. Su vecina del quinto había empezado a pensar que en aquella casa vivían 4 ó 5 personas. No era posible, opinaba alzando demasiado la voz en el rellano, que una sola persona escuche todo eso. Y eso que el casero dice que sólo vive uno, las narices, decía casi gritando, como si eso le diese la razón. Él la escuchaba y recordaba a su tío, que siempre decía que si necesitas levantar mucho la voz para defender tus razones a lo mejor es que no tienes demasiadas. Nunca saludaba a los vecinos, porque era un borde, opinaba la vecina del tercero. En realidad era demasiado tímido. Nunca entendió los tiempos en las relaciones, cuándo hay que saludar y cuándo está de sobra. Los ritmos sólo se le daban bien en la música.


Había conseguido un trabajo en una tienda de animales hacía tiempo. Algo para un par de meses, pensó, luego buscaré algo mejor. Pero nunca buscó otra cosa. Al principio pensó que era su eterna pereza, su miedo a los cambios. Luego se rindió a la verdad. La razón por la que no buscaba otro trabajo era ella.


Ella era delgada, pelo largo, nada en ella llamaba la atención. Le gustaba el rock. Aprendía idiomas escuchando grupos ingleses, y había empezado a entender algo de alemán gracias a un grupo extraño de folk metal. Le gustaba el principio de una canción que hablaba de la luna llena, con un arpa sonando en mitad de todo aquel bullicio. Estaba fuera de lugar, un poco como ella. Siempre llegaba tarde a todo en su vida. En realidad era excesivamente puntual, para compensar sus destiempos en las relaciones. No, no entendía a los seres humanos. Nadie entendía su gusto por los datos inútiles, por las palabras difíciles. Coleccionaba palabras perfectas en cualquier idioma. Largas, sonoras, con un significado rotundo,… No, a nadie más le interesaban.


Cada día al salir de clase pasaba por la tienda de animales, para ver a los conejos enanos. Había tenido uno, Momo, que había muerto en medio de una historia rocambolesca protagonizada por su vecino, el hijo de puta. Sólo lo había visto un par de veces, pero ahora sólo deseaba que no estuviese vivo, y eso le hacía sentirse mala persona y le aliviaba al tiempo. Entraba esperando encontrar uno igual al que rescatar. Momo era un fallo en esos cruces que hacen buscando el conejo perfecto. Debía tener las orejas muy largas y caídas, pero una de ellas se negaba a acercarse al suelo, lo que le daba un aspecto despeinado, muy punk, creía ella. Nadie lo había querido en la tienda, y cuando ella lo compró (a mitad de precio) era ya mayor. Lo imaginaba triste esperando que alguien se lo llevase de aquella puta pecera que los niños golpeaban con saña, viendo cómo siempre preferían a otros. Un poco así se sentía ella.


Al principio ni se fijó en el dependiente que andaba siempre medio escondido entre peceras y jaulas. Alguna vez se había cruzado con él en un pasillo estrecho y él había hecho movimientos extraños para evitar un roce mínimo. Qué curioso, pensó ella. Tal vez le moleste que le toquen desconocidos, como a mi. No sabía que él la observaba desde el primer día que la vio entrar, la chica con los ojos más tristes que había visto jamás. Cuando se cruzaba con ella en el pasillo, nada accidental, alardes de valentía, de tardes enteras reuniendo el valor, no la tocaba por miedo a besarla. Si la rozo siquiera no podré evitar besarla. La asustaré y huirá, y nunca más volverá.


Ella seguía observando conejos, esperanzada al ver alguno  con una oreja un poco girada, mirando al techo, pero pronto la bajaban, y ella perdía interés. Poco a poco fue advirtiendo detalles del dependiente. Le gustaba cómo atrapaba con cuidado a los diamantes mandarines antes de entregarlos a algún cliente, o cómo acariciaba furtivamente a las cobayas cuando les ponía de comer. Le gustaba cómo pasaba las hojas de los libros, como en trance, y se preguntaba qué leería. Pero nunca se atrevió a preguntarle, ni a saludarle. Ni siquiera sabía cómo sonaba su voz.


Un día acabó la facultad y tuvo que volver a su ciudad. Se acercó a la tienda de animales, esperando reunir el valor para hablar con él, pero ese día estaba enfermo, así que cuando no le vio se fue sin más, convencida de que el destino no quería ese encuentro.


Han pasado 5 años. Ella camina por el andén del metro, pensando a qué empresa puede ir a entregar su currículo. Mira el plano, se gira, y se choca con alguien. Disculpa, dice, y de repente ve los ojos de él, inconfundibles, observándola. Ella está muy cambiada, pelo corto, otra ropa, pero esos ojos tristes…


Hola, cuánto tiempo, ¿te acuerdas de mi? Soy el dependiente de la tienda de animales.


Joder, es verdad, cuánto tiempo. ¿Qué tal todo?


Bien, ¿y tú?


Bien.



Quiere decirle que de puta pena, que acaba de dejar una relación difícil y se ha mudado, cambiado de corte de pelo, de estilo de ropa. Quiere decirle que si le apetece tomar una cerveza y ponerse al día de una vida entera, porque nunca han hablado. Pero calla, asustada por sus destiempos, convencida de que, como su ex le dijo, nadie más que él la puede querer.


Él quiere besarla, sin más, ya hablarán luego, cuando deje de hablar la piel, cuando el dialogo de cuerpos haya cesado. Quiere acariciarle la nuca, desprotegida ahora de su larga melena, acompañarla a tomar todos los cafés del resto de su vida. Total, nadie le espera, sólo tiene un rollo informal con la tarada de la tienda de videojuegos. Ni siquiera hablan. Sexo. Punto.


Llega el metro. Titubea. Espera que ella de el primer paso. Ella espera una señal, que él se acerque un milímetro más. Nada. Bueno, adiós. Y sube al metro cuando ya se cierran las puertas. Ni siquiera sabe en qué dirección le lleva.


Putos destiempos.


No le intereso.



Pd: Así se libran de fracasos, de dolor, de conocerse y decepcionarse. O no. Tal vez no.


Vidas cruzadas - Quique González con Ivan Ferreiro

viernes, 16 de agosto de 2013

Cierra los ojos mientras abrazas

Fiestas en el paraiso. Yo sonrío y bailo, hablo con la gente, bebo cerveza, y finjo que mis pespuntes no se descosen, que nada me preocupa y que todo va bien. Mis alas no parecen descosidas, aunque se caigan a pedazos por el peso de la escarcha que cada noche las cubre.


Vivo momentos de felicidad verdadera, de esos que te pierdes si sólo te fijas en Ítaca. Disfruta el camino, me dijo alguien sabio regalándome ese poema. Eso intento. Así que me siento en la puerta de mi casa, bajo las estrellas nítidas, libro en mano, un vino en la otra, mi hija sentada al lado jugando con su tablet (meses ahorrando cada euro para chuches para comprársela, ahora le cuenta a todo el mundo que se la ha comprado ella). Mi otra hija ya dormida, esperando que me tumbe con ella para achucharme. Sí, a veces soy muy feliz. Lo mejor es que me doy cuenta. A veces es difícil apreciar esos pequeños placeres mientras los vives, perdidos como estamos en busca de la gran felicidad, esa que creo que no existe. Todo se reduce a pequeños fogonazos de felicidad. Últimamente los aprecio mucho, los paladeo, y ellos agradecidos me acarician en las noches de soledad, cuando el monzón de mi interior amenaza con inundar todo.


Me planto en las fiestas y aguanto preguntas constantes. ¿No viene? ¿No tiene vacaciones? Y yo contesto que no tengo ni idea, incapaz como soy de mentir sin que mis ojos me delaten, esos pequeños cabrones tristes.  Te has cortado el pelo, me dice una casi desconocida. Sí, necesitaba un cambio, contesto. ¿Cuánto tiempo llevabas con el pelo largo? Más de veinte años, contesto. Te estás separando, ¿verdad? Pregunta bajando el tono. Lo estoy intentando. Y ella contesta que eso se hace, no se intenta. Es sencillo, dice.Y yo río. Eso es que no le conoces,digo.


Río mucho. Casi nadie aquí me ha escuchado reir de verdad. Casi nadie me ha escuchado reir de verdad en más de 20 años. Mi risa era molesta, estridente, lo peor de lo peor. Debía avergonzarme de ella. Ayer sufrí un ataque de risa en medio del único bar de mi lugar y a nadie pareció molestarle. De hecho varias personas rieron conmigo, contagiadas por mi risa boba.


Río y bailo, como si fuese feliz. Bailo con mi hija, con mi hermana. Mientras él en medio de un abrazo me observa.


Mi primer amor se dedica de modo casi profesional a cabrearme por whatsapp. Le gusta que le insulte, creo. Es como aquel compañero de trabajo que me hacía comentarios sobre mis tacones y cómo se movía mi culo. Yo siempre le llamaba capullo, hasta que me confesó que le ponía mucho cuando se lo decía. Dejé de contestarle, de insultarle, de escucharle. Mi cabrón particular quiere cabrearme, dice. Me propone cosas que sabe que nunca aceptaré, me cabrea, usa frases que sabe que me sacan de quicio, y luego me sonríe.


Algo me golpea mientras ceno. Miro y allí está él sonriéndome, poniendo caras raras para que me ría. Mientras su pareja no ríe para nada. Pasa por detrás para empujarme, se acerca, me roza. No me dejas pasar, dice. Los cojones, contesto cabreada. Pero entonces sus ojos me sonríen, y mi mente vuela a aquella época en que me abrazaba en un concierto, o me acariciaba mientras mirábamos las estrellas tumbados en la carretera, mi cabeza en su ombligo. Y todo parecía fácil, todo parecía posible. Pero nada es fácil, nada es posible, nunca lo fue, supongo, porque yo soy yo, y nada es posible, nadie es posible. Él menos.


Su hijo viene a casa y ríe mientras yo canto haciendo la comida. Me trae bichos o me arregla el ordenador. En las fiestas viene a saludarme. Él cuando me ve con su hijo sonríe de una forma que me da escalofríos.

Y él mientras sigue cruzándose conmigo, noto su mirada cuando río, mientras bailo. Me giro y la está abrazando, mientras me mira. ¿Por qué no cierras los ojos mientras la abrazas? ¿Por qué no la miras a ella? No me mires, coño. No me mires mientras la abrazas, que me descentras, y me olvido de reir. Los descosidos se abren un poco más, mientras yo me siento momentáneamente rescatada por otro imposible, que me hace reir con sus mensajes. Hasta que me doy cuenta de que llego tarde, de que mi cometido en la vida es llegar a destiempo, siempre pronto, o tarde, nunca cuando debería llegar. Lo mio son los desfases temporales. Y los imposibles. ¿Qué más da? Ya lloro en la cama si eso, cuando nadie me vea. Mientras sigo riendo, bailando, besando a mi hija en la cabeza mientras baila subida a mis pies. Ya lloro luego si acaso.


Buscando una luna - Extremoduro

viernes, 2 de agosto de 2013

La diferencia


Llama. Ponme en marcación rápida, llámame y me presento en un momento en cualquier rincón del mundo en el que estés, dice cuando le miento que estoy lejos, porque no ha querido escuchar mi no. Y entonces comprendo todo. No, a veces nada depende de las palabras que tú digas, de lo bellas o sinceras que sean. A veces depende de la voluntad del que escucha. Casi nunca la vida depende de nosotros.
Como no me llamas tengo que llamarte de vez en cuando. No lo hagas, contesto. Bueno, llámame, dice. No lo haré. Vale, dice, yo te llamo.
A veces las conversaciones son de sordos con mudos. Odio haber sido la sorda. No, la vida nunca depende del todo de nosotros.
Hace unos días tuve una certeza. La vida disfruta gastando bromas pesadas, equivocando direcciones. Confundimos amor con cualquier otra cosa. Imaginamos más al otro de lo que lo conocemos. Un amigo siempre me recuerda una frase que yo siempre me encargo de olvidar, para hacerme entender que es más fácil seguir queriendo a quien no conocemos, porque no nos ha dado tiempo a odiar sus defectos, sus imperfecciones. Ahora creo que al final la he entendido. No conocemos a nadie en absoluto. Yo imagino más que conozco, desventajas de soñar despierta. Miro a la persona con la que he compartido casi 20 años de mi vida y no le conozco en absoluto. Ni él a mi. Somos 2 desconocidos que han compartido un espacio, una cama, un hogar, pero nunca sueños, creo. No le conozco. Como tú a mi, desconocido. No me conoces, no sabes de mis defectos y manías. No te daré opción a odiarlos, no te preocupes.


A veces no somos importantes para quien queremos serlo. Pero tal vez seamos la diferencia para alguien, lo que hace que todo valga la pena, y ni siquiera lo sabemos. Tal vez nunca lo sepamos. Esas cosas pasan.
Quizás para alguien eres lo primero en lo que piensa antes de tomar el primer café, el pensamiento justo antes de dormirse, después de masturbarse para combatir el insomnio. Puede que para alguien el mundo sería un lugar inhóspito sin ti. Aunque no importe. Aunque nunca lo sepas.
Pero eso debería bastar, ¿no? Eso debería ser importante. O no.