viernes, 28 de febrero de 2014

Una serie de catastróficas ...

 Esto es una de esas gilipolleces que hago, una breve explicación que no puede justificar ausencias, pero igual así me entendeis un poco. Y además necesito descargar esto que me provoca ataques incontrolados de risa, de lo absurdo que es.



A veces la vida parece empeñada en descojonarse en tu cara, y la hija de puta tiene un sentido del humor perverso, de esos que me encantan si no fuese porque viendolo desde dentro no tiene ni puta gracia. Es una especie de sucesión de hechos absurdos. Mi pequeña serie de catastróficas desdichas (sí, como aquella película que siempre me hace sonreir).


Yo solicité justicia gratuita, porque no puedo permitirme pagar un abogado, costas, etc. Al tiempo me asignaron a una abogada muy mona y muy absurda. Imbécil, eso también. Es una especie de pija que se hace la simpática, pero que usa muchos tecnicismos y habla demasiado rápido para que no sepas qué coño dice. Igual ni siquiera ella lo sabe.
Ella redactó un borrador de demanda. Yo, que no tengo ni idea, porque no tuve la feliz ocurrencia de estudiar derecho (no, yo tenía que ser poco previsora y poco práctica y estudiar biología, joder), le mandé a María el borrador. Ella puso el grito en el mail y me pidió que no le dejase presentar eso, que me dejaba en una situación penosa.
Llamadas a la inútil, a mi (también bastante inútil), y al final, desesperada, María decide redactar ella la demanda y convencer a la boba de que la presente. Ella, encantada de ahorrarse trabajo (eso sí, primero tuvo que resolver dudas sobre si podía pedir medidas cautelares ella misma, ay), presenta el trabajo de María como propio, y tan contenta.
Hasta aquí todo un poco absurdo, pero vale.
Fecha para la vista: 3 de marzo. Luz al final del puto tunel eterno.
Harta de no tener noticias llamo a mi querida letrada de oficio y me cuenta ("Ay, Nuria, a punto estaba de llamarte", como siempre que la llamo, juas) que igual no hay vista, que hay un jaleo de competencias.

María al rescate de nuevo. Me asesora, llama al juzgado,... Al final voy donde ella me dice y averiguo:
Mi abogada se equivocó de juzgado al presentar la demanda (aunque ella sigue convencida de que no, miles de explicaciones llenas de tecnicismos me ha dado, y si al final deciden que sí, hemos ahorrado tiempo, dice. Ayyyyyyyy). Vale, pensareis, pero en el juzgado no la admitirían. ¡Error! (horror).
El día que se presentó mi demanda la encargada de admitirla a trámite se rompió un pie (sí, ese mismo día), y se cogió la baja. Los compañeros estaban desbordados, se liaron porque no era lo que ellos hacían, o yo qué sé. La admitieron.

Bueno, pero alguien se daría cuenta. Pues no. O sí. El juez dio el visto bueno, el fiscal igual. Me dan fecha para la vista, informan a mi no-querido aun (y parece que hasta el fin de los tiempos) marido, que me dice que la retire, que yo le quiero. Pero al final solicita abogado viendo que yo no cedo. Su abogada, claro, es más útil que la mia, y dice "eh, que esta tía se ha equivocado de juzgado" (bueno, mucho más formal, pero eso).

Y aquí estoy. Jodida. Que me rompen a pedradas la luz del final del tunel, coño.
Menos mal que está María. Algo muy bueno he tenido que hacer para tenerla.

Ahora intentamos que me asignen otro abogado, a ver si este...



Y no, no os preocupeis. Estoy entera y bien, descojonada de la risa por tanta mala suerte.

Vida, te vas a tener que esforzar más en putearme para extirparme la risa. Es un defecto congénito. Venga, que te espero. Soy la de la sonrisa.


miércoles, 12 de febrero de 2014

Que treinta años no es nada




Los que lleváis tiempo por aquí ya me habéis leído sobre mi abuelo. Al final acabo escribiendo siempre sobre las mismas cosas.
Mi abuelo murió cuando yo tenía 8 años, él 63. Se marchó, el muy cabrón y me dejó huérfana de vida. Nunca nadie me entendió como él, nunca tuve esa conexión con nadie.

No era una persona fácil, se empeñan en decirme. Me cuentan historias para apoyar lo duro que fue. Hijo de puta, eso le he oído llamarle a mi tía. Tendrá sus razones, las escucho y la entiendo. Pero cada uno vive las cosas según las siente, y conmigo siempre fue la persona más increíble del mundo. Nunca hay una única versión de las historias. Las cosas suceden, pero no son las mismas para ti que para mi. Nunca las viviremos igual, nunca las contaremos igual.

Mi abuelo estuvo en la guerra, sufrió, dicen. Lo único que le escuché contar al respecto fue que cuando llegaron, vencidos y famélicos, creyeron que podrían comer hasta saciar el hambre acumulada durante meses, pero no podían comer. Apenas comían algo sólido vomitaban, desacostumbrado el estómago como lo tenían. Me contó que había estado quince días comiendo sopa que se hacía con algo parecido a los canónigos que cogía a la orilla de un río. Si miraba al cielo me caía de espaldas, me contó entre carcajadas. Siempre fue capaz de reírse de sus desgracias, de reir a carcajadas por puta que se pusiese la vida. Creo que es la mejor herencia que me dejó, aparte de mis manos y la espalda ancha. No heredé sus ojos azules, ni su pelo rubio. Los remolinos sí, puto pelo rebelde.

También heredé su melancolía, creo. Y decían que el mal genio. Si me viese ahora lloraría conmigo por mi falta de carácter. O me daría de hostias. O le daría de hostias a él hasta sacarlo de mi vida. Siempre tuvo un carácter fuerte. Enfadado daba miedo. Eso decían. A mi no. Yo lo admiraba más cuando ponía a alguien en su lugar sin ni siquiera perder los nervios. Su voz sonaba a tempestad. Nunca le hizo falta elevarla demasiado.
Sufrió una vida de mierda. Perdió a tres hijos, dos de ellos inválidos, presas de una enfermedad degenerativa que acabó con ellos en la adolescencia. Perdió al amor de su vida pronto.
Pero siempre se buscó la vida. Era un superviviente.

 
Le recuerdo regando el suelo de tierra de su casa, jugando a las cartas junto a la chimenea, empeñado en enseñarme trucos, guiños, reglas que saltar. Si no se hubiese muerto llevándose mis ganas de jugar a las cartas ahora seguramente podría vivir de ello. Pero aquella puta tarde, mientras esperaba a que se lo llevasen sentada en aquel tronco muerto, acariciando la cabeza de su perro, supe que nunca más podría jugar. Ni sonreir igual. Nunca nadie me hizo sentir tan segura y valiosa. Nunca nadie me cantó La Zarzamora con la risa y el llanto en la voz.

Durante años fui la vergüenza de mi familia, nunca supe comportarme como esperaban. La mayor parte del tiempo ni sabía qué coño esperaban de mi. El día de Todos los Santos me obligaban a vestirme de domingo y fingir ser otra en la misa de difuntos. Un año no pude más con el teatro e hice lo que siempre hacía cuando iba sola al cementerio. Me senté en la tumba de mi abuelo y hablé con él, riendo al contarle lo mal que lo pasaba en el instituto. Sentía como cuando me sentaba en sus rodillas y me cantaba. Al año siguiente mi padre me dijo que si no quería ir podía quedarme en casa. Casi me lo suplicó. Nunca más volví en fechas señaladas. Cuando voy me sigo sentando en sus rodillas y contándole mis miserias con una sonrisa.

Hoy me han dicho que seguramente la vista para el divorcio se suspenda. Problemas burocráticos. Y a mi, como cada vez que la puta vida aprieta, me ha dado por pensar en él.

Hoy te echo jodidamente de menos. Hay heridas que el tiempo no cura. Tal vez no se vean. Tal vez las escondamos porque nos parece absurdo que 30 años después sigan abiertas. Pero lo están. Joder si lo están.