Mostrando entradas con la etiqueta Cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuento. Mostrar todas las entradas

viernes, 28 de marzo de 2014

Azalea (cuento)

Azalea era una nube feliz, siempre sonriente. Cuando era Azalea la que llovía todos sabían que era porque lloraba de la risa.

Le gustaba dejarse llevar por el viento, sobre todo por el que viene del mar, húmedo y con olor a salitre. Le hacía cosquillas, y le gustaba su sabor salado. Ese viento siempre la llenaba de lluvia, y entre las cosquillas y la humedad, Azalea siempre acababa lloviendo de la risa, lluvia en grandes gotas felices que regaban los campos, que limpiaban las aceras.

Pero lo que más le gustaba a Azalea era un pequeño pueblo de pescadores, junto al mar. En sus calles siempre había niños jugando, libres, alegres. Sus risas eran contagiosas. Las casas eran pequeñas, blancas, relucientes bajo el sol. Cada vez que podía, Azalea se acercaba a aquel pueblo, a observar a sus habitantes, a recorrer con la mirada sus calles estrechas empedradas.

Un día, Azalea pensó que hacía mucho que no visitaba su pequeño pueblo, y se dejó empujar por un viento que venía del norte. Casi pasó de lejos, porque no lo reconoció. ¿Cómo podía su pueblecito haber cambiado tanto?

De repente se encontró con un pueblo bullicioso, lleno de gente extraña con ropa colorida y cámaras de fotos colgando del cuello. Había coches por todas partes, bocinazos, gritos. Los niños andaban bien cogidos de las manos de sus padres, y no parecían muy alegres, y mucho menos libres.

Pero lo que más asombró a Azalea fueron los edificios. Al lado de las pequeñas casas, o hasta en lugar de las pequeñas casas, había edificios delgados y altísimos, cubiertos de cristales, que reflejaban la luz del sol y cegaban a Azalea.

Tan deslumbrada estaba por aquellos enormes espejos alargados que se quedó enganchada en la punta de uno de aquellos rascacielos.

Al principio no supo qué ocurría, quería huir, pero algo se lo impedía. Luego se dio cuenta de que estaba atrapada por aquel monstruo, y empezó a tirar y tirar, pero no conseguía más que desgarrarse por algunas partes, poco más. Así fue como Azalea lloró por primera vez en su vida de tristeza.

Lloró y lloró, descargando pequeñas y finísimas gotas de agua sobre aquel pueblo. Al principio los habitantes y los veraneantes lo agradecieron, tras semanas de agotador calor, pero pasaron los días y Azalea seguía llorando. Sus amigos los vientos venían para empujarla, pero sólo conseguían cargarla de más lluvia, que caía sin descanso. Las calles se inundaron, nadie podía tumbarse en la playa a tomar el sol, ni pasear por el pueblo tranquilamente, y mucho menos tomar algo con los amigos en una terraza. Entonces los turistas comenzaron a marcharse.

Cuando no quedó en el pueblo más que la gente que vivía todo el año, empezaron a preguntarse por qué no dejaba de llover. Y de repente se fijaron en la gran nube gris y triste que había en la punta de un edificio. Miles de nubes habían venido a ayudarla, pero al no conseguirlo, lloraban de tristeza con la pobre Azalea.

Los habitantes se dieron cuenta de que la culpa era de aquellos enormes edificios, y cuando los miraron bajo el cielo gris, ya no les parecían tan fantásticos, ni tan buena idea. Descubrieron que añoraban los días felices y tranquilos de antes de que se volviesen locos y construyesen más allá de lo imaginable.

Fue entonces cuando decidieron destruir todos aquellos edificios. Demolieron hasta el último, ese en el que estaba enganchada Azalea. Para cuando quedó libre, el pueblo era casi el que solía ser, y Azalea no podía dejar de sonreir, agradecida.

miércoles, 23 de octubre de 2013

V y el dragón

Siento tener esto abandonado y lleno de pelusas, con los comentarios sin contestar (eso es lo que más me fastidia). Sigo sin ordenador, aunque ya he recuperado el router, juas. Con el móvil me está resultando difícil comentar, se borran y me desespero.
Grabé un cuento mientras lo inventaba para Valeria. Quería enviárselo a j., sé que le encantan. Como le ha gustado he decidido colgarlo.
La calidad es penosa, y es totalmente improvisado sobre la marcha. No es muy... pero me apetecía compartirlo. Sois mis niños, juas.

Valeria y el dragón

miércoles, 20 de febrero de 2013

Gnomos, un baul y una princesa... Cuento para j.


j. me mandó a sus gnomos en los comentarios del último post como comienzo de un cuento. Me pareció un buen inicio, precioso. Así que grabé el cuento. Espero que disculpeis los titubeos, las correcciones. Lo he grabado según lo inventaba, como cuando los invento para mis hijas. Es pear todos, pero se lo dedico a j. porque él lo inició.
También espero que perdoneis mi voz moñas. Es la de contar cuentos. Y el sonido, la he grabado en el descanso del almuerzo con el móvil viejo, que el mio está de vacaciones en el servicio técnico.

Cuento parte 1
Cuento parte 2



viernes, 15 de febrero de 2013

Cuento para dormir a V




V  llevaba siempre un tren en el bolsillo derecho. En el izquierdo guardaba piedras, plumas, hojas de árboles que regalar, pequeños tesoros.
Cuando V quería ir a algún lugar, sacaba el increíble tren de bolsillo y decía: “tren, trenecito, te he sacado del bolsillo”. En ese instante se escuchaba un “chucuchut” y el ruido metálico de engranajes poniéndose en movimiento. Y en un parpadeo el tren crecía hasta tener el tamaño de un tren normal.
Era morado y tenía una chimenea cilíndrica amarilla en la locomotora. Cuando entrabas a los vagones podías ver los asientos de cuero rojo, y un suelo negro brillante.
V se acomodaba en un asiento y su madre a su lado. Se reclinaban y de debajo salían unos reposapiés comodísimos. Del techo podían bajar pantallas, para ver películas si el paisaje era aburrido. Pero casi nunca lo era.
Si hacía frío en el tren se encendía la calefacción, porque a veces viajaban a lugares gélidos.
V decía por ejemplo: “quiero ir a la montaña”, y el tren dejaba atrás la ciudad, cruzaba campos, caminos paralelos a carreteras donde los coches se empeñaban en luchar contra el tiempo. Cruzaba un río diminuto flanqueado por chopos de hojas amarillentas, siempre a punto de caer, y por álamos blancos con hojas de haz verde oscuro brillante y  envés blanco piloso. Si soplaba el viento eran a veces verdes, a veces blancos, así que desde lejos parecía que emitían destellos intermitentes a la más leve brisa.
Llegaban a un bosque de hayas, porque eran los que más le gustaban a la madre de V. Mira V, mira cómo juega el viento con las hojas, mira cuántos colores. Y era otoño, porque en los hayedos siempre debería ser otoño. Mira esa seta, mira los líquenes que cuelgan de las ramas de los árboles… Entonces mamá le contaba la historia de amor entre un hongo y un alga, cómo se ayudaban mutuamente y soportaban juntos las adversidades, como uno sólo, como un líquen. A V le gustaban las cladonias, y a mami los que parecían largas barbas.
Creo que aquí viven hadas de los bosques y gnomos, mami. Y entonces mami le cantaba “soy un gnomo, y aquí en el bosque soy feliz”, mientras V sonreía, porque mami era un poco payasa.
Pasaban por valles, ascendían montañas, y al final llegaban a la cumbre de una montaña altísima.  Mamá, saca la cesta mientras yo saco el mantel, decía V. ¿Qué quieres comer V? Espaguetis con queso y escalope, contestaba V. Y siempre acertaba, porque de aquella cesta sólo salía lo que ella deseaba.
El postre lo decido yo, decía mami, y sacaba un pastel de chocolate con lacasitos y ositos de gominola por encima, y hasta alguna nube.
Comían risueñas, y cuando acababan, mami guardaba todo en la cesta e iban a pasear.
Mira esa ardilla, cómo come piñas; mira esa oruga trepando por aquel tallo, mira, mira, mira,… Siempre había tesoros esperando a ser descubiertos por dos exploradoras.
Mira, mami, ahí hay nieve. ¡Vamos a hacer un muñeco de nieve!
Y sí, había nieve, porque las montañas a las que viajaban siempre estaban nevadas.
He traido una zanahoria para la nariz, y botones para los ojos y la boca, decía mami. ¡Tiene una sonrisa abotonada!
¿Y le has traido guantes y bufanda? preguntaba V, no quiero que pase frío.
Claro, V, y un gorro.
¡Bien! Haz bolas mami, voy a buscar unas ramitas para los brazos.
Y de la nada aparecía un muñeco de nieve que les sonreía agradecido.
Después, agotadas pero felices. subían al tren, se recostaban en sus asientos y volvían a cruzar bosques, valles, ríos,…
Mira, V, ya es de noche, podemos ver las estrellas. ¿Brillan sonriendo a Marina, mami? Claro mi vida, y a ti, te sonríen a ti, ¿no las ves? Fíjate bien. ¡Sí, sí, esa me ha sonreído! Claro, princesa, claro. Mira, hay luna llena. Así, V, así, cierra los ojos, duerme, mañana volveremos a viajar.

sábado, 5 de enero de 2013

Su nombre




Yacía dormida en el tronco hueco de un árbol, su pequeño cuerpo arropado por hojas, por flores. Balbuceó, se desperezó. No recordaba quién era. ¿Era? No recordaba nada, ni el pasado, ni su nombre, nada. Recordaba el tacto cálido del líquido, el sabor dulzón, el vaivén, flotando, acunada por el latido de un corazón. Después nada, un vacío inmenso.
Recordaba una voz transmitida por la columna vertebral, que le cantaba, le contaba cuentos. Pero nunca la nombraba. No tienes nombre, le solía decir, porque si te nombro y te desvaneces luego duele más, luego es insoportable. Recordaba cómo se llamaba la que sí tuvo nombre. Y todavía notaba el tono quebrado y áspero en su voz cuando pronunciaba esas 5 sencillas letras. No, tú no tendrás nombre. Cuando seas, cuando te vea real, respirando, entonces te llamaré. Entonces te contaré el secreto de cómo te llamaré, entonces sabrás cómo suena tu nombre en mi voz. Nadie te nombrará nunca con el mismo amor.
No recordaba nada más. Hacía frío en el hueco de aquel árbol, en la umbría de una montaña. Salió gateando, con las flores acariciándole las rodillas, y sintió el aroma que desprendían. Flores y hierba recién cortada. A eso olía el tronco hueco de su árbol. Y entonces se preguntó a qué olería aquella voz, porque sólo conocía su olor por dentro. ¿Oleremos igual por fuera? ¿El aroma será el mismo? Algo le decía que no, intuía que no. Pero aun así creía que podría reconocer a aquella voz  por su aroma si alguna vez se cruzaba con ella.
Comenzó a caminar colina arriba, primero con pasos pequeños, titubeantes, después más decidida. Cuando llegó a lo alto de la pequeña colina vio a una anciana. Y se acercó para percibir su aroma. No soy yo la que buscas, le dijo la anciana, con la piel curtida por mil años de viento y tempestades. Su voz sonaba débil, un poco quejumbrosa. No, no era su voz, eso estaba claro. ¿Sabes a quién busco? Claro, llevo años esperándote, aguardando a que te decidieses a despertar. Te has hecho de rogar. Pero ella te estará esperando, lo sé. Sólo tienes que hallarla. Te esperó mucho tiempo al pie de esta colina, junto al árbol hueco. Pero no querías despertar, y todos perdieron la fe. Ella no, pero con palabras amables se la llevaron. Creo que la tomaron por loca. Ve a buscarla, tienes que confirmarle que tenía razón, rescatarla. Besó a la anciana y se alejó. Corría colina abajo, dirigiéndose a un pequeño riachuelo que divisó desde lo alto.
A la orilla del riachuelo había sentado un hombre. Ella sabía que la voz que buscaba no era la suya, pero aun así quiso escuchar la que escondía aquella espalda ancha, un poco curvada por el trabajo. Quiso percibir su aroma. Se acercó, y le dijo “sé que tú no eres quién busco. ¿Me conoces? ¿Sabes algo de mi?”. No, no sé nada de ti, sólo que ella te esperaba. Me dijo que estabas dormida, pero no la creí. Creí que tú también estabas muerta, como aquella pequeña que sí tenía nombre. No la creí, ¿cómo pude no creerla? Se la llevaron más allá de aquellas montañas. Aun la echo de menos. Cuando reía su risa lo inundaba todo, reía con todo su cuerpo, y la risa se transmitía al tuyo, y no podías evitar reir con ella. ¿Cómo pude no creerla?
Besó al hombre, que lloraba desconsolado, como sólo lloran las personas que no acostumbran a llorar, con una mezcla de tristeza y vergüenza.  Y su llanto iba llenando el riachuelo, ahora río caudaloso.
Se alejó con paso firme hacia las montañas. A lo lejos se veía un bosque. En los primeros árboles, apoyada en el tronco, había una mujer aun joven, que se peinaba los cabellos largos, de un castaño brillante. Cantaba canciones tristes con su voz desgarrada. ¿Sería ella la que buscaba? La voz era parecida, pero infinitamente más triste, más profunda. Se acercó asustada, impaciente. Al verla la mujer dejó de peinarse el cabello, y la miró con unos ojos verdes tan tristes que sintió ganas de llorar. Sabía que vendrías, le dijo. Nadie más nos creyó. A ella se la llevaron, diciendo que estaba desquiciada, que nunca despertarías, y por eso la tristeza lo había llenado todo. A mi me dejaron porque le prometí que te esperaría, para acompañarte, para cuidarte. Pataleé, grité, arañé, y hasta fingí que creía tu muerte. Al final me dieron por perdida y me dejaron aquí, peinándome los cabellos.
La abrazó, la tomó del brazo y empezó a caminar con ella. Ella estaba un poco aturdida, no sabía si debía negarse, pero no supo cómo. Así que caminó de su brazo, mientras ella iba destejiendo historias de aquella voz que le llegaba como en una caja de resonancia, amplificada, más grave seguramente. Contaba historias larguísimas, llenas de detalles intrascendentes, y ella descubrió que le gustaba perderse en la belleza auténtica de aquellos detalles.
Caminaron durante horas, o un par de minutos, no lo sabía con seguridad. Llegó la noche y se marchó, y no sentía cansancio, ni sed, ni hambre. El tiempo aquí es distinto, le dijo la mujer castaña. No se rige por las mismas normas que en cualquier otro lugar. Aquí hay días que duran un suspiro, y otros que son eternos. Como en cualquier sitio, supongo, solo que nosotros respetamos su duración real, ajenos al reloj.
Cuando se dio cuenta habían llegado al final del bosque. Ante ellas se presentaba una montaña altísima, inaccesible.
Apoyado en una roca encontraron al hombre. Era más joven que el primero, y su cara reflejaba hastío por el sufrimiento, por el dolor contenido. No pude acompañarla más allá. Pero me dejó esta cuerda. Está hecha de esperanza. Os ayudará a escalar la montaña si estais decididas a ello.
Cogieron la cuerda, bebieron agua de una pequeña fuente y continuaron el camino. Con aquella cuerda todo parecía más fácil, todo parecía posible. Cuando llegaron a la cumbre, les pareció que el esfuerzo no había sido tan insoportable como lo suponían, y que había valido la pena.
Descendieron con destreza, y al pie de la montaña encontraron una pequeña casa que irradiaba luz por las ventanas, y por la puerta entreabierta. Se acercaron y percibió un aroma, distinto por completo a aquel que recordaba, pero idéntico al mismo tiempo. En la puerta había una mujer. ¡Habeis venido! Se alegrará de veros. Estaba segura de que llegaríais. No atendió a nadie cuando le decían que no sabríais llegar. No entro porque no soporto su luz. En realidad casi nadie la soporta. Es demasiado bella, demasiado luminosa. Tanto que duele.
Entraron y aquella mujer bella, luminosa, las abrazó con lágrimas en los ojos. Y cuando habló, ella notó la voz recorriendo su columna vertebral, llegando a cada órgano, y la escuchó con todo su ser. Tanto amor, tanta dulzura no cabrían en ninguna letra. Hay historias que es mejor no encerrarlas, no encorsetarlas al verbalizarlas.



¿Y le dijo su nombre? Claro, claro que le dijo su nombre. Y era igual al mio.



sábado, 8 de diciembre de 2012

Rana en una caja

Hubo una vez una rana que vivía en una caja. Recordaba haber sido una rana libre. Vivía en una laguna, cerca de la orilla de un pequeño río, rodeada de ranas. Le gustaba croar, pero a veces no le parecía suficiente. Tenía que haber algo más que croar, saltar, cazar moscas,…


Pero aun así seguía croando, tranquila, saltando junto a otras ranas.


Una noche un buho la atacó, y la pequeña rana consiguió saltar hacia unos juncos y refugiarse, pero quedó asustada, se sintió diminuta e indefensa. Pasaron los días y a Rana le resultaba difícil recuperar su estado tranquilo, vivía aterrorizada, temiendo un nuevo ataque, aterrada ante el mundo. Y entonces llegó él. Para Rana era poco más que unas manos suaves y una voz profunda, porque era una sencilla rana y su visión no iba mucho más allá. Él la observó, atemorizada ante la vida y se propuso cuidarla. Poco a poco se fue ganando su confianza. Le daba aliento, palabras de apoyo, de vez en cuando le llevaba insectos para alimentarla. Para que no tengas que arriesgarte cazándolos, le decía. Cada vez se sentía más confiada y feliz. Ya no temía, porque sabía que él la protegería. Un día él le contó que la echaba de menos cuando no estaba cerca, y que temía que le hiciesen daño. Te necesito, le dijo. Y ella se sintió enorme, valorada. Alguien la necesitaba, a ella, un ser tan diminuto, tan poca cosa. Pasaron los días y cada vez eran más constantes los comentarios sobre el temor por su vida. Acechan tantos peligros, decía, temo por ti, ¿qué haría si te pasase cualquier cosa? Y el temor poco a poco fue echando raíces de nuevo en su interior. Al principio era algo diminuto, una pequeña semilla que fue germinando. Al final lo fue llenando todo. Y volvió el temor, volvió a vivir aterrorizada. Pero estaba él, y cuando estaba él se sentía segura. Tal vez fuese buena idea ir a vivir con él, como le había sugerido veladamente, así podría estar tranquila todo el día. Vivía cerca, la llevaría a diario a su pequeña laguna, sólo cambiaría que durante el resto del tiempo estaría protegida y segura. Así que accedió agradecida.


Él la llevaba a diario a la laguna, y la observaba mientras croaba, pero cada vez le parecía ver más peligros acechando, aun estando él cerca. Además todas las ranas envidiaban a Rana, eso decía él. ¿No ves que envidian nuestra felicidad? Temo que quieran alejarnos, por pura envidia, que te llenen la cabeza de ideas raras. Rana le decía que no, que ella no se dejaría influenciar. Pero cada vez que una rana se acercaba a hablar con ella, Rana pensaba en aquellas manos, en la voz apesadumbrada, y poco a poco fue dejando de hablar con el resto de ranas. Nos tienen envidia, es cierto, pensaba, con un poso de tristeza en su mente feliz de rana segura y protegida.


Al final carecía de sentido seguir yendo a la charca para no croar con nadie, para estar pendiente de no ofender a aquella voz profunda, o de pensar a las otras ranas envidiosas.


Él tenía un pequeño jardín, allí sería feliz. Descubrió alivio en la voz cuando dejaron de ir a la laguna a diario y se sintió feliz de poder devolverle un poco de la felicidad y seguridad que le brindaba. Saltaba tranquila entre la hierba. No te esfuerces, le decía él, aquí es mucho más difícil capturar insectos, porque no los encuentras distraídos tomando agua, yo los cazaré por ti, así no sentirás frustración por no cazar. Ella pensó que era divertido cazar, pero claro, si no iba a ser capaz…


Él la alimentaba, la observaba, pero cuando ella empezó a confiar en el entorno, a sentirse segura de nuevo, él empezó a hablar de peligros de nuevo. Había visto pájaros acechando, y hacía pocos días una serpiente le sorprendió cuando estaba cazándole los insectos. Menos mal que no eras tú la que cazaba, imagínate, hubiese sido terrible. Y ese sapo con el que hablas a través del muro, no creo que sea de fiar. Somos tan felices, ¿quieres dejar de serlo? ¿qué sentido tiene meter en medio a ese sapo? Y ella intentó explicarle que no metía en medio a nadie, pero que a veces echaba de menos conversar con alguien, pero él entonces la interrogaba, seguro de que ella estaba ya enamorada del sapo. Poco a poco dejó de hablar con el sapo, se fue alejando del muro, quedándose más cerca de la casa. Además, estaba aterrorizada por aquel pájaro que él había visto merodeando, observándola desde la copa de aquel árbol, sí, aquel que tú no alcanzas a ver, le había dicho.


Estaría más segura en casa, convinieron. He encontrado un sitio donde estarás cómoda, segura, no correrás el riesgo de que nadie te pise, o de que el pájaro voraz entre por la ventana en un descuido mio, mientras aireo la habitación. Y así fue como acabó en aquella caja. No quería contradecirle, porque él se contrariaba mucho, y ella no quería dejar de ser feliz. Además no era capaz de cazar. ¿Qué clase de rana eres que ni siquiera sabe procurarse sustento? ¿qué harías sin su ayuda, sin sus cuidados? Él tenía razón cuando lo insinuaba, ella no era capaz de vivir sin él. Era así de simple.


No croes tan alto, ¿no ves que tu croar histriónico molesta a los vecinos? Y ella empezó a croar bajito, no fuese que él no abriese la caja aquel día, no fuese a dejar de quererla, de cuidarla. Al principio sólo croaba bajito cuando él estaba cerca, cuando intuía los ruidos que delataban su presencia. Pero poco a poco la invadió una sensación de vergüenza. Tenía razón, su croar era innecesariamente escandaloso, chillón incluso. Además, temía que él llegase y la escuchase. La criticaría, no soportaba que la criticase.


A veces abría la caja y mientras le daba su ración de insectos le preguntaba cómo podía ser que una rana fuese así , que no fuese capaz de procurarse sustento. Creo que ya ni croar sabes, repetía con tono hastiado. Tenía razón, sin duda. Era una rana que no merecía llevar ese nombre, ni cazaba, ni croaba…


Pero una noche escuchó croar una rana a través de la ventana abierta. Era una noche calurosa, y el aire parecía denso, quieto, haciéndole llegar nítido el croar de una rana que sonaba parecido al croar que ella emitía hacía demasiado tiempo. Y no le sonó exagerado, ni escandaloso, le sonó bello. Y no escuchó a ningún vecino quejarse, todos parecían dormir plácidamente acunados por el bello croar de la rana a lo lejos. Y deseó ser aquella rana. Rana, la rana que vivía en una caja se dio cuenta que aquello distaba mucho de la felicidad, y que si aquello era ser feliz, bienvenida fuese la infelicidad. Se descubrió echando de menos el aire fresco de la noche en la charca, las libélulas revoloteando a su alrededor durante el día, con sus bellos brillos metálicos. Echó de menos las charlas, echó de menos cazar, evitar ser cazada. Echó de menos croar, sobre todo se dio cuenta de cuánto echaba de menos croar. Y deseó salir de aquella caja, llenar la estancia con su croar despreocupado, saltar libre por aquella ventana abierta y perderse en la noche en busca de su laguna.




Canción increible sobre un oso que anhela su libertad (de la banda sonora de Tango feroz)

jueves, 15 de noviembre de 2012

El hada de los pijamas





A veces no puedes comprar todo lo que querrías, y en lugar de dar explicaciones, toca inventar cuentos para distraer, hasta que se pueda. Este es un cuento improvisado con mi hija. Espero que seais capaces de aguantarlo entero, y que tengais paciencia con este hada gruñona, que se parece sorprendentemente a mi.



Había una vez una niña que sólo tenía un pijama de verano. Era morado con rayitas blancas, un regalo de su tía.
¿Qué me pondré en invierno? pensó V. Mis pijamas se han quedado pequeños, y se los tendré que regalar a mi hermana. Y así, pensando, se durmió.
De repente en sus sueños apareció el hada de los pijamas. ¿De los pijamas? Sí, eso he dicho. El hada de los pijamas en lugar de un vestido precioso llevaba siempre un pijama y unas pantunflas de peluche moradas.
-¿Qué pasa V? ¿Por qué refunfuñas?
-Porque mis pijamas de invierno se me han quedado pequeños, y sólo tengo este pijama de verano.
-Bueno, bueno, no te quejes y ven conmigo.
-¿Adónde vamos?
-Lo verás cuando lleguemos. ¿Tienes que saberlo todo o qué?
-Vale, vale, vamos hada gruñona.
Y emprendieron camino.
-Primero tenemos que cruzar este bosque, dijo el hada.
-¿Este bosque tenebroso? Yo no, a mi me da miedo, es de noche, todo está oscuro, dijo V.
Los árboles parecían monstruos, se escuchaba el ulular de los buhos, y hasta el aullido de un lobo.
-Pero a ver, ¿tú llevas tu pijama?
-Claro.
-Pues entonces.
-¿Pues entonces qué? preguntó V.
-Que los bosques de noche no dan miedo si vas en pijama.
-¿Y eso por qué?
-Porque los pijamas son luminosos en estos bosques, dijo el hada.
Entonces V miró su pijama y vio que era cierto, el pijama se había iluminado. El del hada también y hasta las zapatillas de peluche daban luz.
Los árboles dejaron de parecer monstruos. Sus brazos terroríficos eran sólo ramas, las bocas huecos donde vivían las ardillas. Los buhos confundieron la luz de los pijamas con la luz del día, y se fueron confusos a dormir. El lobo huyó asustado, pensando que era algún cazador desalmado.
V y el hada atravesaron el bosque tranquilas, a la luz de sus pijamas.
Entonces el hada dijo: V, ahora hay que atravesar esa cueva.
-¿Una cueva? Ni en broma, está oscura, me da miedo.
-¿Pero tú llevas tu pijama?
-¡Qué hada pesada! Ya sabes que sí. El único que tengo lo llevo puesto.
-Tú sí que eres pesada. No seas quejica. Si llevas tu pijama puesto la cueva no da ni pizca de miedo.
-¿Cómo que no? Ah, da luz.
- Da luz y tararea.
-¿Tararea?
Y entonces los pijamas empezaron a tararear una nana.
-Vaya, sólo tararea… , dijo el hada, y empezó a cantar “Cruzaremos esta cueva, no da miedo ni nada, cantaremos esta nana que tararea el pijama”.
Las arañas huyeron a sus telarañas, porque a las arañas de las cuevas les asustan los pijamas que tararean nanas. Y un oso, que las esperaba, se durmió al escuchar la canción de cuna.
Cuando iban a salir de la cueva vieron que una cascada cubría la salida.
-Hay que cruzarla, dijo el hada.
-Eso sí que no, dijo V. Me mojaré mi único pijama. ¿Con qué dormiré?
-Ya estamos otra vez. Sólo tienes un pijama, ¿y qué? Yo sólo tengo un cerebro y un corazón, y no me quejo. Además, los pijamas son impermeables al agua de cascada de salida de cueva. ¿No lo sabías? Anda, cruza.
Y cruzaron agarradas de la mano. Y del pijama salió un paraguas, y se alargó hasta llegar hasta el suelo.
Salieron completamente secas a un valle precioso. De los árboles colgaban pijamas, pijamas preciosos, con colores brillantes y dibujos alegres.
-Toma V, coge uno.
-No sé cuál elegir, me gusta este de estrellas, pero también ese de soles.
-Pues coge los dos, y toma, uno de lunas, que sé que te gustan, y además brillan en la oscuridad. Y de regalo este de arcoíris, con todos esos colores. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, morado, cantó el hada. Sé que siempre los dibujas en el orden correcto, y hasta te sabes la canción con los colores en inglés.
-Pero, dijo V, recordando de repente a su hermana pequeña N, cámbiame 2 por otros más pequeños para mi hermana. La pobre sólo usa pijamas heredados de mi, o de nuestra prima. Merece un par de pijamas nuevos.
El hada, sonriendo, cogió 4 pijamas más, un poco más pequeños.
-Aquí tienes, le dijo. Uno de gatitos, que sé que le gustan, otro de corazones, otro de nubes, que me gustan a mi, y este otro de hadas, dijo el hada guiñándole un ojo.
Y entonces regresaron al sueño de V, pero no caminando, si no volando. Porque cuando llevas un pijama del Valle de los pijamas puedes volar hasta los sueños.
Y entonces V despertó, y pensó que sólo había sido un sueño. ¡Qué decepción! Pero entonces miró a un lado de su almohada y vio 4 pijamas dobladitos, uno de estrellas, otro de soles, otro de lunas y uno precioso lleno de arcoíris. Y al otro lado de su almohada encontró cuatro más, un poco más pequeños, uno  de gatitos, otro de corazones, otro de nubes y otro de hadas en pijama, sonrientes y guiñando un ojo.
N, ven, corre, gritó feliz V.


martes, 18 de septiembre de 2012

Estrellas, cuentos, felicidad





Por la noche, cuando puedo, me meto en su cama. Se hace un ovillo, y yo acoplo mi pecho al arco de su espalda, hechas una madeja. Nos ovillamos igual, hasta en eso nos parecemos. Se acurruca, pegándose bien a mi y me pide que la abrace. Se gira, en un ángulo imposible y me besa.
Cuentame un cuento mami, me dice. Yo le pregunto si quiere el de la nube que se quedó enganchada a un rascacielos, o el del caracol que quería correr, o el del erizo perdido.  Otra noche, responde. Y el del hada del pijama (un hada gruñona que se parece sospechosamente a mi)? Ese mañana, porfa. Hoy quiero el de Marina. Es su favorito, el primero que le conté. Normalmente le cuento cuentos dentro de cuentos, y ella es mi protagonista. Hoy sólo quiere a Marina.
Marina es un cuento vivo, van variando los detalles, meto animales marinos nuevos, a ver si así le entra curiosidad y cuando crezca quiere bucear conmigo.
Lo malo de variar cuentos con alguien con tan buena memoria es que siempre olvido detalles que ella recuerda. Y el pulpo y la tinta, mami? Me pregunta divertida. Y yo le cuento cómo el pulpo huye dejando tras de sí una nube de tinta que te deja sorprendido y confundido.
Normalmente olvido a propósito al pepino de mar, para ver cómo me pregunta con sorna. Le encanta, es su preferido. Y yo siempre sonrío recordando a Gerald Durrell y sus pepinos de mar-pistolas de agua.
Así es el cuento...





Marina era una estrella, una de esas que puedes ver cualquier noche si la contaminación y las luces cegadoras de la ciudad te lo permiten. Si mirabas al cielo en una noche clara podías verla allí brillando, como si sonriese. Pero Marina no sonreía, y cada día su brillo se iba apagando.
No, no se podía decir que fuese una estrella feliz, y eso era porque Marina tenía un sueño inalcanzable, uno de esos totalmente imposibles: Marina quería ser estrella de mar.
Cada día y cada noche miraba desde al cielo y veía el mar, a veces calmado, otras nervioso, tal vez iracundo, pero siempre bello y lleno de vida. Veía a los delfines saltando alegremente. Veía a las anémonas, con sus tentáculos, meciéndose suavemente al ritmo de las corrientes, acariciando el agua. Veía a los pulpos, transformándose en algo parecido a rocas, o cambiando de color para parecer parte del fondo. Observaba a las medusas, las más bellas criaturas, nadando con su cuerpo gelatinoso, parecía que latían. Veía corales de colores llamativos, y otros que parecían cerebros. Se fijaba en los peces luna tumbados sobre un lado, tomando el sol y dejándose llevar. Veía a los tiburones con sus esbeltas formas, paseándose con la tranquilidad que da reinar tanto tiempo en los mares. Miraba a los cangrejos, con su torpe caminar, desgarbados …
Soñaba con verse rodeada por un cardumen de doncellas, diminutas, moradas, juguetonas, y con tener un amigo pepino de mar. Todo el mundo cree que son aburridos, porque hacen más bien poca cosa, pero a ella no le importaba.
Y cada día, cada noche sólo deseaba estar en aquel mar increíble, formar parte de él.
Marina vivía triste, y sus padres, preocupados, observaban cómo lloraba, cómo paseaba absorta, como en otro mundo, siempre soñando, incluso cuando estaba despierta, con estar en el mar.
Sus hermanas intentaban animarla, pero nada parecía funcionar. Desesperados, sus padres acudieron a hablar con el Sol. Él era una estrella anciana, conocida por su sabiduría. Le plantearon el problema de Marina, y le preguntaron qué debían hacer. ¿Cómo iba a querer ser una simple estrella de mar, ella, que era un astro iluminando el gran cielo?
En mi opinión, dijo el Sol, podéis hacer dos cosas, pero depende …
¿Depende? ¿de qué?, preguntaron los padres de Marina.
De cuánto queráis a Marina, y de si queréis realmente que ella sea feliz, respondió el Sol. ¿Creéis que Marina puede ser feliz siendo estrella? ¿Qué es más importante: tenerla cerca o su felicidad?
Los padres de Marina se marcharon pensando en las preguntas del Sol, y al fin vieron claro lo que deseaban.
Como iba a ser el cumpleaños de Marina, le organizaron una gran fiesta. Marina no tenía muchas ganas de hacer como que era feliz, de fingir que estaba alegre en aquella fiesta, pero como  no quería entristecer a su familia, decidió ir.
Sus padres le regalaron un vestido plateado, con una larga cola. Se lo puso y fue a la fiesta. Allí le hicieron soplar las velas de un gran pastel. Sopla las velas y pide un deseo, dijo su madre. Ella pensó que el único deseo que quería no se cumpliría jamás, pero aún así lo pidió.
Ahora vamos a cumplir tu deseo, dijo su padre. Danos un beso y despídete de nosotros, añadió su madre.
Marina estaba tan sorprendida y emocionada que se despidió de todos como en un sueño.
¡Salta!, la animaron todos.
Marina se tiró de cabeza al mar, y al caer, la cola de su vestido parecía la estela de una estrella fugaz.
En cuanto tocó el agua, Marina se convirtió en una estrella de mar.
Ahora, todas las noches sabe que las estrellas brillan para saludarla, y que son felices porque ella ha cumplido su sueño. Marina es feliz en su gran mar, y hasta tiene un amigo pepino de mar, que ha resultado no ser nada aburrido.

La Fuga – Los lunes de octubre


Yo sé dónde coño se esconde la felicidad. La felicidad se esconde en el arco de su espalda, en los juegos de letras, en las torres de zapatos que aparecen de la nada... Ahí está, agazapada esperándome.